Siempre se ha considerado "radicales" a los que usan la violencia para
expresar sus ideas y sus reivindicaciones: los que tiran bombas, los que
hacen volar antenas o los que asaltan entidades públicas, causando
muerte y pérdidas económicas.
En las dictaduras los radicales son otros. Pedir democracia, libertad o
derecho a la expresión son considerados gestos subversivos que merecen
la cárcel o la persecución. Y lo que más llama la atención es que hoy se
le ponga ese mismo mote a los que defienden la autonomía, el voto de
las mayorías o a los que luchan porque se cumplan las leyes que costaron
sangre y dolor a los bolivianos.
El "proceso de cambio" estaba en vías de enriquecerse cuando tuvo la
oportunidad de ensamblarse con el proceso autonómico, pero en lugar de
abrazarlo como una manera de integrar al país y profundizar la
democracia, no hizo más que combatirlo hasta conseguir su completa
aniquilación.
El indigenismo, muy malentendido al principio, era el otro postulado
fundamental para conseguir la inclusión social en el país y saldar una
deuda histórica de la democracia, no solo en Bolivia. Ambos, los
indígenas y los autonomistas, son considerados radicales en estos días,
incluso por los mismos actores que en el pasado rugieron en las calles y
en las plazas, demandando el cumplimiento del mandato autonómico que
surgió de un referéndum nacional que más tarde se materializó en varias
consultas y en la propia Constitución.
Los "radicales" están perseguidos o encarcelados, por sugerir que no se
traicione al pueblo y más bien se busque la manera de avanzar aún en las
circunstancias difíciles que viven muchos bolivianos que luchan por la
justicia, por el respeto a sus territorios y porque el régimen
gobernante cumpla las promesas que le hizo a la población de mayor
democracia y bienestar para la población.
En honor a la verdad, el país necesitaba de gente radical, en el buen
sentido de la palabra. Solo un cambio extremo en la justicia es capaz de
asegurar la paz social en Bolivia, solo un giro de 360 grados en la
distribución de los ingresos y en la redistribución del poder, a través
del modelo autonómicos, nos permitirá ofrecer mejores respuestas a las
necesidades de la ciudadanía; solo el radicalismo en el ataque a los
problemas sociales, nos hará salir del pozo histórico en el que se
encuentra el país. Esa fue la promesa que hicieron los gestores del
proceso de cambio, esa fue la lucha radical que ofrecieron los líderes
de la autonomía que hoy lucen con los hombros caídos, resignados a
repetir la historia, en tanto que el Gobierno marcha en contracorriente
de toda la predicación revolucionaria hizo durante tantos años.
Llamar "radicales" a los que nunca buscaron el enfrentamiento, pero
que tampoco han dejado de insistir en los principios por los que luchó
más de la mitad del país y que generó verdaderas esperanzas de cambio en
Bolivia, es un acto de traición que le está costando muy caro, sobre
todo a Santa Cruz, donde se observa un deterioro acelerado del liderazgo
que estaba llamado a ejercer esta región a nivel nacional. No se puede
llamar radicales a los indígenas, a los autonomistas y a otros sectores
de la población, cuando están a la vista las graves consecuencias que ha
acarreado para el país el haber descuidado los ideales autonómicos y
los valores de la justicia y de libertad. El país está radicalmente
envuelto en el narcotráfico, en la corrupción, el atropello y en el peor
y más radical centralismo que se hubiera experimentado en la historia
nacional.
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