El acuerdo llegó cuando se había deteriorado la imagen de las élites políticas que condujeron al país desde el retorno de la democracia en 1982 y cuando la ciudadanía sintió que sus aspiraciones de bienestar (vivir bien) habían sido traicionadas por grupos que secuestraron el poder para alimentar sus propios intereses.
La gente reclamaba más democracia, exigía la pacificación del país, mayor inclusión y desde el punto de vista económico se planteó la recuperación de los recursos naturales con el fin de devolverlos a la población ya sea en forma de beneficios directos o través de una nueva estructura productiva traducida en el eje de la industrialización y el uso los ingresos para multiplicar y diversificar la economía, sumida en el extractivismo y el rentismo, dos vicios que mantienen a Bolivia en el atraso y el subdesarrollo, sin esperanzas de cambio.
Desde el oriente boliviano nació la otra gran propuesta de cambio (que se volvió un consenso nacional), a través del movimiento autonomista que exigía la profundización de la democracia y el final del modelo centralista y presidencialista que no hacen más que incentivar los viejos esquemas de organización y de dominación heredados de la colonia.
No hace falta mucho análisis para concluir que en los últimos nueve años todos esos males que pretendían derrumbar los bolivianos se han agudizado. La dependencia de los recursos naturales es mayor y se ha incrementado la fragilidad de nuestra economía; no se ha producido la industrialización; el caudillismo refuerza el centralismo y el monopolio del poder no hacen más que limitar las decisiones y el control de la economía en pocas manos. La descentralización y la autonomía son un engaño, mientras que la democracia y la participación son confundidas con una nueva hegemonía corporativa prebendaria que además de improductiva y corrupta, impone un sistema de abusos e injusticia que impide la paz social.
Lamentablemente esa visión profunda y preclara de cambio que surgió en el 2005 ha sido abandonada por los sectores de la oposición que fracturaron la democracia de pactos y que ahora parecen acomodarse a la hegemonía dominante, que ha buscado constantemente la ratificación en las diferentes contiendas electorales. Lo sucedido en los 32 años de democracia ha sido una demostración que el sufragio no ha sido capaz de cambiar la historia nacional y que las elecciones de octubre no prometen ningún viraje importante, mientras la sociedad civil y política no retorne a los planteos arriba indicados.
La campaña política que comienza a vivirse con intensidad pone en el tapete los mismos lugares comunes en los que cayó la clase dirigente en las décadas posteriores a la dictadura y la hecatombe económica ocurrida entre 1982 y 1985. Acuerdos, componendas, búsqueda de un nuevo caudillo, cómo gastar los recursos naturales, detalles menores en un país que todavía se siente traicionado y que espera lograr de nuevo el consenso que le permita aspirar a una vida mejor.
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