jueves, 10 de julio de 2014

Por el retorno del diálogo


Uno de los peores legados que nos ha dejado el actual proceso político es el abandono total del diálogo, requisito indispensable para que funcione la democracia y para que cualquier gobierno se encamine por las rutas de la eficiencia y la racionalidad, virtudes inexistentes en el “proceso de cambio”.

Para que haya diálogo se requiere el concurso del otro, del opuesto en la búsqueda de soluciones a los problemas, pero en el caso del oficialismo, no necesita a nadie para tomar sus propias decisiones y lo que es peor, no reconoce la existencia de ningún inconveniente por resolver, ya que a entender de los conductores del país, Bolivia es poco menos que el país de las maravillas.

Para que haya diálogo se requiere que los interlocutores se reconozcan cuando menos como entes con cierta dignidad, pero lamentablemente, para el gobierno todo el que no apoye sus medidas no merece ser escuchado y menos puede tener autoridad para hacer aportes.

El poder hegemónico se ha encargado no solo de descalificar a todos los interlocutores posibles en el país con acusaciones infundadas de todo tipo, sino que también ha hecho campaña para sacar del escenario a todos aquellos actores sociales –Iglesia, instituciones de Derechos Humanos y organismos internacionales-, que en el pasado siempre tuvieron el rol de facilitadores del encuentro entre sectores en conflicto.

Los bolivianos cometimos el grave error de pensar que los pactos y acuerdos del pasado eran malos por definición y que Bolivia necesitaba un mando único para poder avanzar.   Ahora nos damos cuenta que esa manera de conducir el país, en base a un diálogo permanente, imperfecto, a tropezones y con muchas fallas, siempre será mejor que el modelo absolutista, autoritario y de voz única que se pretende imponer en el país.

En el pasado, las fuerzas políticas tenían que ponerse de acuerdo antes de tomar una decisión y entre ellas había una suerte de control y moderación, elementos inexistentes en la actualidad, dominada por la discrecionalidad y el abuso. El Gobierno no ha hecho más que criticar el modo en el que la democracia estaba progresando, por la lentitud de sus logros y la gran cantidad de tropiezos. Pero es mejor el consenso entre tres o cuatro para dirigir el país a que una sola persona imponga sus caprichos al mejor estilo de los monarcas de la antigüedad.

El escaso debate público que hay en estos días y los únicos atisbos de crítica se dan en los pocos medios de comunicación independientes que quedan, aunque el miedo y la autocensura va restando cada día más espacios. Las redes sociales hacen su aporte en la manifestación del malestar social, expresión que se ha podido ver muy claramente en la elección de jueces y magistrados. Ese fenómeno  demostró que la opinión pública tenía razón al rechazar la iniciativa gubernamental que no ha hecho más que empeorar las cosas en la justicia boliviana.

La falta de diálogo deja graves consecuencias en la administración del país. Se incentiva el derroche, aumenta la corrupción, se malgastan los recursos públicos, no se atacan las prioridades, se olvida el bien común y la ineficiencia se vuelve una plaga que impide cumplir los planes, distorsionando los principios y la misión de la política. De la población depende que retorne el diálogo al país a partir de las elecciones de octubre.

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