El año pasado, Las Piedras, un pequeño pueblo colombiano se convirtió en noticia mundial cuando sus pobladores sometieron a consulta popular el ingreso de una empresa minera para la explotación de los yacimientos de oro de la región. Pese a las promesas de entregar inmensas regalías, la gente rechazó la inversión y la compañía tuvo que irse con sus máquinas y sus dólares a otro lado.
La reacción parece un sacrilegio en un continente que supuestamente vive de la exportación de sus materias primas, de la inmensa riqueza natural que ha brindado la madre tierra, pero la historia les ha enseñado que aquello de "vivir" es relativo y puede ser una simple figuración al igual que el concepto de "riqueza".
Para justificar tan drástica decisión, los colombianos no tienen nada más que mirar a su vecina Venezuela, dueña de una de las riquezas más grandes del planeta, pero que apenas sirve para que vivan bien unos cuantos acomodados con el poder. Lo peor de todo es que el daño es generalizado, pues tanto los que viven bien como los que malviven con bonos y migajas que le caen del Estado extractivista se acomodan a esa situación y por lo general la sociedad se vuelve perezosa e improductiva. En Venezuela nueve de cada diez dólares que ingresan al país provienen del petróleo y con esa lógica no es raro que falte el papel, la leche, el queso y tantos otros productos básicos.
Pero hay algo peor todavía, cuando los huevos están en una sola canasta el riesgo es grande porque todos quieren apoderarse del cesto y no son pocos los casos en los que se ha matado a la gallina ponedora. Países que llegan a ese extremo necesitan indispensablemente gobiernos autoritarios para controlar la riqueza y en lo posible regímenes populistas, con caudillos muy pintorescos y verborrágicos que den la sensación de que la riqueza alcanza para todos y que se la está distribuyendo con mucha justicia. En época de vacas gordas como la que están atravesando los países que viven de exportar sus materias primas, los caudillos se ponen de moda y se vuelven más populares que nunca. Prometen repartir mejor la riqueza e iniciar procesos revolucionarios imposibles, pues la verdadera revolución consistiría en que la población sea la que aproveche esos recursos naturales o cuando menos figure en primer lugar y no de último, después de satisfacer al apetito del mundo desarrollado, que siempre será primer mundo, mientras naciones como la nuestra sigan asumiendo el papel de proveedores que adquirieron hace más de 500 años.
Enfatizamos en el ejemplo venezolano porque nos parece atroz y por las injustas penurias que está pasando ese pueblo. Pero veamos nuestro caso. Acaban de publicarse las estadísticas de las exportaciones bolivianas que indican que siete de cada diez dólares que ingresan al país provienen del gas y la minería, situación que tiende a mantenerse y tal vez a agudizarse ya que nuestro país produce cada vez menos e importa cada día más.
El Gobierno no se ha preocupado por cumplir sus promesas de industrializar el gas y de devolvérselo a los bolivianos para que lo usen en la producción de otros bienes, para cocinar o para calentar sus casas, pues los altos precios le han permitido una gran cantidad de ingresos para importar productos y repartir dinero con el fin de mantener a la gente en relativa tranquilidad. Pero todo indica que esa bonanza podría verse afectada por la caída de los precios de las materias primas, lo que nos lleva al último de los factores que tomaron en cuenta aquellos pobladores de Las Piedras para decidirse por echar a la empresa minera: la fragilidad. "Pan para hoy, hambre para mañana", esa es una lección que no terminamos de aprender. Felices los que sí la entendieron.
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