Antes decíamos que el Estado boliviano era invisible. Ahora aparece por todos lados, copa todos los espacios de televisión y se lo ve en abultados suplementos de la prensa; vuela en helicóptero de un lado para otro, inaugura obras en los cuatro polos del país en un mismo día, entrega cheques, juega fútbol, un día está en Nueva York y a la mañana siguiente en Caracas, tiene más ministerios, más empresas, más funcionarios; el Estado boliviano tiene nombres rimbombantes, rostros que supuestamente representan todas las etnias, culturas, pueblos y naciones del territorio; tiene una de las constituciones más extensas y con más derechos del mundo, centenares de nuevas leyes aprobadas y el doble de decretos promulgados en los últimos ocho años; el Estado dispone hoy de siete veces más recursos que el pasado; tiene más amigos en el exterior, más admiradores, más adulones, más votos, más adeptos y muchos otros que están a punto de sumarse al “proceso de cambio” por la vía del amedrentamiento, porque también tiene más fuerza, más policías, más militares, más armas y más regimientos.
Pero lamentablemente los benianos y muchos otros siguen preguntándose dónde está el Estado. Lo siguen haciendo como hace 50 o 100 años cuando el oriente boliviano era un territorio desconocido, como si fuera una reservación y cuando tuvo que ser la cooperación internacional la que le advierta al poderío andinocentrista que Bolivia tiene futuro solo si es capaz de formar un Estado que abarque todo el territorio, no con fines policiacos o colonialistas, como se lo ha hecho siempre, sino con un enfoque incluyente, sostenible y democrático y con la visión puesta en el desarrollo integral.
El Gobierno cree estar dándole una lección ejemplar a los benianos y los resentidos deben estar frotándose las manos con semejante acto de venganza, pero no se dan cuenta de que toda esta indolencia representa un nuevo fracaso del Estado boliviano, un nuevo fiasco del modelo centralista y monopolizador del poder y de los recursos del país, que pese a toda su parafernalia, sus discursos de cambio y su simbolismo hueco, mantiene en el mismo abandono en el que incurrieron la colonia y el estado republicano.
Es difícil para las autoridades nacionales salir airosas después de la respuesta que le han dado al Beni y eso se notará en las urnas. Pero el problema mayor es que han hecho tropezar a todo un sistema, un esquema de poder, un Estado que ha reforzado su condición anacrónica, inoperante, ineficiente y totalmente ausente de los problemas reales y que por lo tanto, está condenado a la desaparición.
Pero hay algo peor todavía con el Estado Boliviano, ese que no defendió el Pacífico, que no luchó por el Acre, que regaló el Mato Grosso y que hizo muy poco por el Chaco, pero que siempre ha sido muy ágil y enérgico cuando se ha tratado de reprimir a los que en ciertas ocasiones han cuestionado el centralismo reinante. La tragedia beniana empezó hace seis años, cuando el Brasil de Lula da Silva comenzó la construcción de dos represas en el río Madera, encargado de evacuar las aguas que hoy están estancadas en las llanuras benianas. La sumisión de este Estado que en el pasado llegó al extremo de ser entreguista con los países vecinos, mantuvo las cosas en silencio, calló como un lacayo frente al mandamás del continente y optó por conservar los negocios que alimentan un aparato estatal inservible por encima del interés nacional.
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