Bolivia ha asumido la conducción del “Grupo de los 77 más China”, un bloque de países del hemisferio sur, la gran mayoría subdesarrollados, que tiene la misión de brindarse apoyo mutuo en las deliberaciones de la ONU. Pese a que nuestro país ya presidió esta iniciativa multilateral en el pasado, se está publicitando este nuevo turno con el usual vedetismo con el suele encarar el régimen del MAS las relaciones internacionales, cuyo balance es poco alentador, si es que se lo aborda desde la óptica del beneficio colectivo de los bolivianos y no solo desde el punto de vista político e ideológico, mejor dicho, de la imagen internacional que trata de proyectar el régimen gobernante.
Es verdad que el Gobierno, el liderazgo del presidente y el discurso indigenista han cobrado notoriedad mundial y eso hay que destacarlo y aprovecharlo, pero lamentablemente la ganancia de la diplomacia nacional no ha pasado del plano simbólico y mediático.
Con ese afán publicitario, natural en los primeros años de gestión, se han privilegiado las relaciones con ciertos bloques y países con fines meramente doctrinarios, cuando en realidad la política exterior es una extensión de las acciones de los gobernantes destinadas a mejorar la calidad de vida de la gente. Cuba, el ALBA, Irán, No Alineados y ahora el G-77. Quién puede asegurar que estas relaciones pueden ser prioritarias, cuando Bolivia ha estado descuidando otras urgencias que comprometen el futuro de la nación y de la ciudadanía.
No vamos a mencionar aquí el problema con Estados Unidos, apuntalado desde una óptica porfiada, inmadura y carente de contenido, pero entendible para un régimen populista que busca siempre configurar un enemigo externo, aunque sea imaginario.
Mientras nuestra diplomacia pasea sus discursos anticapitalistas por todo el mundo, hace gestiones por conseguir premios y algunos puestos y se desgañita organizando cumbres, competencias automovilísticas y concursos, además de los tradicionales viajes de compras, con Brasil, nuestro principal socio, el gigante que tenemos al lado y al que deberíamos aprovechar con avidez, las relaciones están prácticamente congeladas. Desde el gratuito conflicto del senador Pinto, Brasilia no ha designado a su embajador en La Paz y ahí está nuestro representante, haciendo el ridículo, solitario y sin motivo, desparramando amenazas contra una revista.
Y Brasil no es la excepción pues los vínculos con el resto de nuestros vecinos tampoco son de los mejores. Nadie ha conseguido romper el hielo con Perú desde que las cosas se congelaron durante la guerra de insultos entre Evo Morales y Alan García; y con Paraguay, de no haber sido por la iniciativa del nuevo presidente Horacio Cartes que tuvo la inteligencia de hacer una visita a Bolivia, las cosas seguirían en el contexto del recelo y la desconfianza.
Con Chile, pese a que se ha presentado una demanda internacional que supuestamente encamina el conflicto marítimo hacia una senda de solidez, el nuevo cambio de Gobierno en Santiago parece provocar tambaleos en nuestra diplomacia que corre el riesgo de volver a su clásica incoherencia, que cambia de opinión y de talante según las afinidades ideológicas del vecino. Con el nuevo año conviene hacer un replanteo de propósitos para la política exterior.
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