Borges era argentino y odiaba el fútbol. Le parecía muy exagerado que en su país consideren un asunto de Estado algo que no es más que un juego y que descuiden asuntos cruciales para el país y para la gente. El cineasta Alejandro Doria, también argentino, dice que el fútbol vuelve tontos a muchos de sus compatriotas, capaces de matarse en las tribunas por nada más que un gol o un penal.
Cuando el premio Nobel Gabriel García Márquez visitó Buenos Aires algunos años atrás, los medios locales le dieron muy poca importancia porque su estadía coincidió con los preparativos de un clásico Boca-River. Antes de abordar el avión de retorno a Colombia, un periodista le preguntó cuándo iba a volver. “Cuando sea jugador de fútbol”, respondió.
Estas anécdotas no tienen la menor intención de agraviar a mis queridos amigos argentinos, sino comparar lo que sucede allá con lo que nos ocurre a los bolivianos con el carnaval. Jamás he visto tanta energía desplegada, tanto trabajo, creatividad y derroche de talento en una empresa como el carnaval. Si le dedicáramos la mitad de ese empeño a la educación, la salud o la limpieza de la ciudad, nos volveríamos Suiza en menos de lo que canta un gallo y seguramente la Unesco nos entregaría un reconocimiento.
No tengo la menor duda que el carnaval nos vuelve tontos y eso que yo considero a esta fiesta como un elemento cultural muy importante que permite a las sociedades quitarse el tapón por tres días para no estallar. Pero precisamente, la falta de espontaneidad, la excesiva vanidad, la comercialización y todo esos escaparates, al igual que el fútbol, le quitan al carnaval la posibilidad de ser una genuina expresión popular. Y el colmo de la tontería, por supuesto, es vender la dignidad de toda una región por un brincao.
Dice mi una persona X, que cuando hay plata de por medio no existe rivalidad.
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