Los más ortodoxos de la política creen que el conflicto de Oruro es perjudicial para el Gobierno y no dejan de insistir en que se imponga la cordura y se le sugiera al presidente Morales dar una señal de humildad para que las cosas vuelvan a la normalidad. Esa es una visión demasiado conservadora de la forma de conducir el país, muy diferente a las maneras, métodos y estrategias que ha estado usando el régimen gobernante en estos últimos siete años.
El primer mandatario fue claro el pasado lunes cuando recalcó que la administración central no tiene nada que ver en el asunto y que los orureños deben arreglar sus propios problemas, una reacción que en el pasado ha generado muchos problemas, empezando por la masacre de Huanuni, la toma de Cochabamba por parte de los cocaleros, el enfrentamiento de Porvenir y tantos otros hechos donde el odio y la confrontación “campo-ciudad” han sido los ingredientes principales, azuzados precisamente por los estrategas oficialistas, con el fin de capitalizar estas pugnas a su favor.
En Oruro, los agentes políticos del MAS han comenzado a sembrar las mismas semillas que germinaron en forma de resentimiento en Sucre y que desencadenaron eventos tan desagradables que han calado muy hondo en la vida de esa ciudad y el departamento de Chuquisaca. El oficialismo ha comenzado a utilizar un conflicto absurdo como el nombre de un aeropuerto que podría llamarse “Elefante Blanco” en lugar de cualquier cosa, para reinstalar el problema del racismo, la supuesta discriminación de unos hacia otros y el odio entre pobladores de una misma región.
Ese enfrentamiento de Oruro le viene muy bien al Gobierno, luego de que ha perdido toda credibilidad el discurso indigenista del MAS y porque sus políticas reivindicatorias del campesinado han caído en el descrédito, por su falsedad, por el engaño hacia los nativos del Tipnis y porque los ayllus, marcas y todas las jurisdicciones originarias siguen viviendo como siempre, sin la autonomía que les prometieron y menos aún el cambio social que supuestamente debía llegar con la “revolución cultural”.
En los dos últimos años, campesinos e indígenas cayeron en cuenta que el “Proceso de Cambio” no pasó de ser un gesto simbólico para ellos y no cabe duda que en el simbolismo, los ideólogos del MAS son expertos, de ahí la necesidad de reinstalar los imaginarios más duros de su libreto, destinados a reavivar el resentimiento con fines netamente electoralistas.
La campaña electoral está por ingresar en su pleno apogeo y obviamente, el MAS intentará por todos los medios repuntar en su caudal de votos, sobre todo, recuperar aquella fracción dura de su electorado ubicada en el Altiplano en la que también perdió adeptos.
En el oriente también ocurren cosas que llaman la atención. El Gobierno no para de amenazar con frenar las tomas ilegales de tierras, pero las invasiones en lugar de detenerse se multiplican y es bien sabido que los promotores de esas acciones son sujetos plenamente adheridos al partido de Gobierno y que ejecutan sus estrategias en coordinación con las instituciones controladas por el oficialismo.
El primer mandatario fue claro el pasado lunes cuando recalcó que la administración central no tiene nada que ver en el asunto y que los orureños deben arreglar sus propios problemas, una reacción que en el pasado ha generado muchos problemas, empezando por la masacre de Huanuni, la toma de Cochabamba por parte de los cocaleros, el enfrentamiento de Porvenir y tantos otros hechos donde el odio y la confrontación “campo-ciudad” han sido los ingredientes principales, azuzados precisamente por los estrategas oficialistas, con el fin de capitalizar estas pugnas a su favor.
En Oruro, los agentes políticos del MAS han comenzado a sembrar las mismas semillas que germinaron en forma de resentimiento en Sucre y que desencadenaron eventos tan desagradables que han calado muy hondo en la vida de esa ciudad y el departamento de Chuquisaca. El oficialismo ha comenzado a utilizar un conflicto absurdo como el nombre de un aeropuerto que podría llamarse “Elefante Blanco” en lugar de cualquier cosa, para reinstalar el problema del racismo, la supuesta discriminación de unos hacia otros y el odio entre pobladores de una misma región.
Ese enfrentamiento de Oruro le viene muy bien al Gobierno, luego de que ha perdido toda credibilidad el discurso indigenista del MAS y porque sus políticas reivindicatorias del campesinado han caído en el descrédito, por su falsedad, por el engaño hacia los nativos del Tipnis y porque los ayllus, marcas y todas las jurisdicciones originarias siguen viviendo como siempre, sin la autonomía que les prometieron y menos aún el cambio social que supuestamente debía llegar con la “revolución cultural”.
En los dos últimos años, campesinos e indígenas cayeron en cuenta que el “Proceso de Cambio” no pasó de ser un gesto simbólico para ellos y no cabe duda que en el simbolismo, los ideólogos del MAS son expertos, de ahí la necesidad de reinstalar los imaginarios más duros de su libreto, destinados a reavivar el resentimiento con fines netamente electoralistas.
La campaña electoral está por ingresar en su pleno apogeo y obviamente, el MAS intentará por todos los medios repuntar en su caudal de votos, sobre todo, recuperar aquella fracción dura de su electorado ubicada en el Altiplano en la que también perdió adeptos.
En el oriente también ocurren cosas que llaman la atención. El Gobierno no para de amenazar con frenar las tomas ilegales de tierras, pero las invasiones en lugar de detenerse se multiplican y es bien sabido que los promotores de esas acciones son sujetos plenamente adheridos al partido de Gobierno y que ejecutan sus estrategias en coordinación con las instituciones controladas por el oficialismo.
Esto es nada más que un acto de provocación, como el anuncio de crear un museo con clara inclinación aimara frente a la plaza 24 de Septiembre. Lo menos que se puede hacer es denunciar estas sucias intenciones y por supuesto, no pisar el palito.
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