Mucho antes de que las grandes capitales del mundo como Miami, Londres o París pensaran en colocar cámaras de vigilancia en las calles para luchar contra la delincuencia, ya vigilaban a sus propios policías, filmando y registrando cada una de sus actuaciones. Los coches patrulleros llevan videograbadoras que permiten a los jefes monitorear cuando hacen un arresto, detienen a un vehículo o realizan cualquier movimiento rutinario. La conclusión es que los policías pueden ser tan peligrosos como cualquier ser humano con un arma en la mano y peor todavía, con licencia para usarla.
Esto tiene respaldo en complejos estudios psicológicos que indican que cualquier persona, por más valores humanos y espirituales que tenga, si es sumergido en un contexto de violencia, falta de control, abusos y carencia de escrúpulos, casi de manera inmediata cambiará su conducta.
Por eso mismo es que los países más desarrollados vigilan a sus policías, porque pueden convertirse en un factor de inseguridad, pueden actuar como coadyuvantes de la violencia y del aumento de la criminalidad y en lugar de luchar contra los “malos”, descargan su ira contra ciudadanos inocentes, como acaba de ocurrir en Santa Cruz con un conductor, arrestado, golpeado y llevado hasta una celda donde permaneció tres horas, por el supuesto “delito” de excederse con la bocina de su automóvil.
De no haber sido porque alguien estaba grabando las escenas de la reacción de varios oficiales de Radiopatrullas, no se hubiera podido conocer en su verdadera dimensión este caso, que suele ser muy frecuente en la Policía boliviana, una suerte de “caja negra” donde ocurren hechos terribles, porque sus miembros no admiten sistemas de control o en todo caso funcionan en un círculo cerrado que aplica su norma en un marco de connivencia.
Lo menos que se puede pedir en este hecho concreto es una investigación a fondo, el procesamiento y la aplicación de las normas ordinarias, pero fundamentalmente lo que se debería buscar es mayor transparencia y un control estricto de los policías que son servidores públicos, que deberían tener la vocación, el entrenamiento y la actitud necesarios para actuar en situaciones de tensión, siempre en función de resolver los problemas, de no empeorarlos.
La Policía es la institución con mayor presencia en las calles y tal vez la que más directamente se relaciona con el ciudadano común. La calidad de la Policía suele hablar con mucha nitidez de la calidad del Estado, de sus normas y del funcionamiento de sus instituciones. Y lógicamente, cuando observamos a ese uniformado actuar con tanta perversidad, acción que tuvo su correlato en su comando, donde se consumó el abuso y adquirió una dimensión institucional, no podemos dejar de pensar en todas las vicisitudes que sufre el boliviano de a pie en todas las oficinas públicas sin distinción, donde los burócratas actúan con total discrecionalidad, sin la posibilidad de queja o interpelación.
Este es un tema central para el funcionamiento del Estado y la democracia, no sólo para remediar los problemas internos de la Policía, que son muchos y graves. De esto depende en realidad la credibilidad de la política, de las instituciones estatales y de la aplicación de las leyes. Y naturalmente, cuando uno analiza todo lo que sucede en este campo, no puede menos que señalar abuso, extorsión, chantaje, violación de los derechos, etc. Es ahí donde el proceso de cambio se hace urgente.
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