Algunos ven cómo se tambalea el gobierno de Dilma Rousseff en Brasil; cómo sufre la presidente Bachelet en Chile y cómo se cae el régimen de Otto Pérez en Guatemala y se preguntan qué está pasando en Bolivia, donde ocurren hechos de corrupción similares o tal vez peores y, en vez de hablar de justicia, de investigación y de sanción a los culpables, aquí estamos debatiendo acerca de la posible reelección indefinida del presidente Morales.
Es más, quienes están llevando adelante la propuesta formal de reforma constitucional que podría abrir las puertas a una suerte de monarquía presidencial, son justamente quienes han promovido el saqueo del Fondo Indígena, entidad que ha sido sepultada para garantizar la impunidad de los responsables.
Los observadores y analistas dirán que se trata de un liderazgo fuerte capaz de enfrentar cualquier tipo de vicisitud o que se trata de una estructura política sólida que ha castrado al resto de las opciones dirigenciales; también se menciona el aspecto económico y la impresionante red clientelar que se ha tejido para garantizar lealtades; y se habla por último, de la ausencia de líderes, ya sea dentro o fuera del MAS, que sean capaces de crear una alternativa que permita fortalecer la democracia. Tal vez son esos y muchos otros aspectos, pero quién va a dudar de que Bachelet, Pérez o Rousseff no hayan hecho lo mismo para asegurar la estabilidad y mucho más cuando tienen por detrás aparatos partidarios de gran envergadura que llevan décadas en acción.
Hay un aspecto, sin embargo, que puede estar gravitando significativamente en los países mencionados y que en Bolivia juega a favor de la consolidación de las autocracias, de la inmadurez política, del estancamiento de la democracia, de la falta de solidez institucional, de la ausencia de justicia y muchos otros males de nuestra vida como estado y como país: la ausencia de ciudadanía.
La acción ciudadana es prácticamente nula en Bolivia. Es verdad que hay protestas, conflictos y bloqueos y que la política suele decidirse en las calles, pero eso no deja de ser parte del clásico corporativismo que termina por apuntalar los regímenes populistas que siempre han intentado eternizarse en el poder y cuando menos, volver una y otra vez al mando como lo hicieron “ilustres demócratas” que echaron a perder el proceso democrático boliviano y que hoy reniegan por la búsqueda de la eternización del presidente Morales.
El ciudadano que se indigna en Venezuela, que sale a las calles en Brasil, que bate sus cacerolas en Argentina y que se autoconvoca a través de las redes sociales no existe en nuestro país, no tiene fuerza, carece de conciencia y no es capaz de hacer escuchar su voz para llevar adelante un verdadero cambio, sobre todo una transformación moral que necesita con urgencia nuestro sistema.
El ciudadano boliviano se encoge de hombros, aguanta la justicia malandra que tenemos, se resigna al caudillismo y trata de buscarle alguna virtud a las cosas “porque no hay otra”. Mientras pensemos de esa manera, no queda más salida que darle la razón a los oficialistas que llevan adelante la nueva reelección y concluir que la gente lo quiere así.
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