Parecen exageradas las críticas que se le han hecho al gobierno en relación a la campaña lanzada en busca de capitales extranjeros que en realidad no es nueva, pero que ahora tiene alcances internacionales, con una gira por Nueva York y ahora un anunciado viaje a Europa con los mismos objetivos.
Muchas de las observaciones han sido apuntadas hacia la incoherencia y la folklórica paradoja de identificarse como socialista y enemigo del capitalismo y tomarse un vuelo a Nueva York para convencer de venir a Bolivia a hombres de negocios muy bien informados y con la sagacidad de los tigres.
Los capitales irían al infierno si fuera posible, porque nunca ha estado en su lista de prioridades la ética, la moral, la ideología y otras cuestiones “metafísicas” que tanta energía nos consumen, cuando en los hechos siempre procedemos por “debajito de cuerda”, traicionando los valores que propalamos de boca para afuera.
Los inversionistas suelen acudir incluso a zonas de guerra, a regiones azotadas por conflictos de todo tipo y algunas trabajan con seguridad especial por temor a ataques terroristas y guerrilleros, así que ofrecerles estabilidad política no es argumento suficiente para convencerlos. Ellos no vienen a apoyar a nadie en especial, tampoco les interesa el mar o la reelección y les da igual quien esté en el poder, mientras los dejen trabajar tranquilos, estén convencidos que hay un Estado que respeta y hace respetar la propiedad privada y que las reglas no están sujetas a vaivenes electoralistas, a caprichos populistas ni a cálculos de ninguna índole. Esa es la estabilidad que les importa.
Los capitalistas (no hablemos de los especuladores), no suelen entusiasmarse mucho con las cifras coyunturales, los periodos de bonanza y los golpes de suerte que siempre han existido, que van y vienen, aquí, en la China, Europa y en Estados Unidos. Ellos apuestan por el largo plazo, por el desarrollo de mercados que implican cambios de mentalidad, desarrollo de actitudes de consumo, mejoras tecnológicas, capacitación de recursos humanos y otros aspectos en los que el Estado puede intervenir para mejorar las condiciones tanto del empresario como del trabajador, porque inclinar la balanza hacia uno solo de los actores no es buen negocio para nadie.
Los grandes inversionistas suelen ser también muy políticos. Ellos están acostumbrados a dialogar libremente con congresistas, con ministros, con gobernantes y con líderes. Las relaciones no siempre son una “taza de leche”, pero no reaccionan bien cuando se los amenaza públicamente con quitarles sus pertenencias y echarlos del país. Ellos no hablan de izquierda ni de derecha, ni de oficialismo ni de oposición. Eso está bien para los tercermundistas que no saben cuál es el rumbo internacional. Ellos presionan sobre leyes que favorezcan los negocios, sobre temas impositivos y seguramente hoy estarían, como cualquier otro, peleando para no pagar el doble aguinaldo, porque lo considerarían absurdo. Es más, los capitalistas suelen sentirse libres de demandar judicialmente al Estado y no temen a represalias ni a jueces que tuercen las cosas.
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