Se ha cumplido un año de la permanencia del senador boliviano Róger Pinto en la Embajada de Brasil, país que le ha concedido asilo político luego de que el parlamentario acumulara decenas de procesos judiciales promovidos por el Gobierno nacional, en represalia por las denuncias de corrupción (y de narcotráfico), muchas de las cuales –tal como lo han demostrado hechos posteriores-, tenían suficientes evidencias de respaldo y asidero legal.
Durante los últimos 365 días, el Gobierno boliviano se ha dedicado a expresar una serie de “chicanerías” para negar la salida de Pinto y posibilitarle que se traslade a Brasil, donde la Cancillería y la propia presidencia de la República han exigido con suficiente vehemencia que Bolivia cumpla las normas internacionales que respaldan perfectamente la decisión del país vecino.
Aunque parezca mentira, hasta hace unos días, la ministra de Propaganda de Bolivia, Amanda Dávila, todavía insistía en la tesis de que “el asilo no procede en procesos por delitos comunes”, cuando en realidad la tipificación delictiva del asilado no tiene nada que ver para la otorgación de este beneficio, sino la evidencia de que en el país no existen las garantías para que se efectúe un juicio justo. Y sobre este aspecto, precisamente, pueden atestiguar decenas de miles de bolivianos que sufren retardación de justicia y cientos de líderes opositores que son víctimas del acoso judicial de un sistema jurídico instrumentalizado por el partido de Gobierno.
Las autoridades nacionales, muy proclives a la engañifa y la trampa, han tratado todo este tiempo de poner en práctica sus “estrategias envolventes” con Brasil, olvidando que la diplomacia brasileña es una de las más preparadas y profesionales del mundo y que actúa basada en las leyes y en los principios fundamentales que rigen las relaciones internacionales. Tampoco han funcionado los intentos por negociar el cumplimiento de las normas o apelar a la vileza de tomar como rehenes a doce hinchas del club Corinthians presos en Oruro desde febrero, a quienes se pretende canjear por el senador.
Todo este lamentable proceso no ha hecho más que tensionar las relaciones entre Bolivia y Brasil, con un lamentable saldo para el camino de integración que deberían transitar sin interrupciones ambas naciones y cuyos beneficios más importantes recaen en este lado de la frontera. Al presidente Morales debería preocuparle que la presidente Dilma Rousseff, que ha visitado todos los países de la región, ha debido suspender varias veces su llegada a Bolivia y obviamente eso tiene que ver con el malestar existente en Brasilia por este impasse.
El surgimiento de las complicaciones entre ambos países, ha perjudicado especialmente la puesta en marcha del programa antidrogas que han firmado Bolivia y Brasil, conjuntamente con Estados Unidos y que prevé que los brasileños, principal mercado para la droga boliviana, ocupen en lugar de los norteamericanos en el apoyo, seguimiento y supervisión de las tareas de interdicción y de erradicación de los cultivos de coca que se destinan a la fabricación de cocaína. Pese a que este debería ser un capítulo aparte de las relaciones, así como es el contrato de compra-venta de gas, el Gobierno boliviano parece haber aprovechado las circunstancias difíciles para frenar las acciones que debería haber encarado Brasil para combatir a los narcos. Como se ve, algún beneficiado hay con este río revuelto.
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