Ciertos “conflictólogos” analizaban estos días la forma cómo el Gobierno ha manejado las actuales convulsiones y la discusión giraba en torno a la habilidad de las autoridades para conducir las cosas, evitando el desgaste de la imagen del presidente Morales. Uno de los supuestos logros precisamente, había sido enviar de viaje al primer mandatario a las Islas Fiji a una reunión presidencial donde fue el único líder latinoamericano presente. Uno de los analistas se preguntaba cuánto habrá costado ese periplo, pero nadie ha sabido explicarlo.
Antes del retorno del presidente, los dirigentes de la COB ya habían sido acusados de golpistas, de desestabilizadores y de estar aliados a la derecha neoliberal, insultos que se han vuelto repetitivos. Para romper el esquema, el jefe de Estado ha subido aún más el tono y ha denunciado a los mineros como responsables de la quiebra de Huanuni, el mayor yacimiento de estaño del país y símbolo de la nacionalización encarada por el Gobierno del MAS.
Pese a todas las acusaciones, el diálogo se ha instalado a tropezones, con idas y venidas, con solicitudes de liberar a los dirigentes detenidos en las diferentes manifestaciones y con exigencias de levantar las protestas antes de acceder a las peticiones de los sectores en conflicto. Las autoridades han demandado no dialogar bajo presión y los líderes obreristas han criticado la postura de establecer condiciones para el diálogo. Ambas posturas recordaron a épocas muy recientes y a personajes que hoy se encuentran en el exilio.
En medio de este ir y de venir de acusaciones, un dirigente de la COB denunciaba que el Gobierno hace detenciones de bloqueadores y marchistas para luego tener cómo negociar algunos puntos de las demandas. Por su parte, la ministra de Propaganda, Amanda Dávila, afirmaba la noche del miércoles ante los medios de comunicación que los cabecillas de la protesta están buscando una muerte en este conflicto para tener una suerte de bandera que agrave las cosas y obligue a las autoridades a retroceder.
Mientras se cumplía el décimo día de protesta, el departamento de Santa Cruz terminaba aislado del resto del país y algunas capitales quedaban bajo amenaza de desabastecimiento. En torno a este problema, la presidenta de la Cámara de Diputados, Betty Tejada, manifestaba en las redes sociales que ella nunca ha sido partidaria de los bloqueos y lamentaba las pérdidas que éstos ocasionan. La queja sonaba algo extraña pues lo más repetido durante las últimas semanas ha sido justamente la alusión a una presunta “cultura del bloqueo” cuyo máximo exponente es el presidente Morales, autor del récord por haber mantenido cerrada durante un mes la carretera Santa Cruz-Cochabamba, la columna vertebral del territorio nacional.
La cereza en la torta a esta cadena de lugares comunes, de historias repetidas y de escenas de nuestra “identidad nacional” ha sido el inicio de las protestas policiales que como reloj suizo, han hecho su aparición de manera oportuna para agravar el clima conflictivo.
Durante los últimos siete años hemos escuchado tantas veces que la historia de Bolivia ha empezado con la “revolución plurinacional”. Lamentablemente, todos los episodios relatados líneas arriba se han dado tantas veces, no sólo en el pasado reciente, en el periodo neoliberal, sino que forman parte del acervo popular, de nuestra inmadurez política de la que difícilmente podremos salir.
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