Qué hubiera pasado si en lugar de Evo Morales estuviera Goni, Jaime Paz, Banzer, Tuto, Víctor Paz, Siles o Carlos Mesa? Con toda seguridad estuvieran buscando exactamente lo mismo: perpetuarse en el poder, tratando de copar todos los espacios con su avalancha hegemónica; haciendo todos los cambios posibles para adecuarlos a sus intereses políticos; estarían ejerciendo su mandato con un evidente autoritarismo y por supuesto, estarían saltándose los procedimientos legales. El refrán que dice: “la ley solo se aplica a los enemigos” tiene varios siglos de existencia.
Ejemplos hay de sobra para demostrar la aseveración anterior. En 1993, el expresidente Sánchez de Lozada ganó las elecciones con el 38 por ciento, la cifra más alta lograda desde 1982 y ese número le alcanzó para hacer reformas tan profundas como las que ha llevado adelante Evo Morales, en el mismo marco de cuestionamientos. Demás está mencionar la constante voluntad reeleccionista de los otros líderes mencionados, uno de los cuales no tuvo empacho en ejercer la primera magistratura pese a que había salido tercero en votación.
De cualquier forma, pese a esos defectos anotados, ni Goni se pasó de ciertos límites y Jaime Paz tampoco pudo ir más allá de su real potencial político, porque aunque a muchos les pese, antes habían ciertos criterios de equilibrio, de contrapesos que hoy han desaparecido.
Bolivia tiene muy poco tiempo viviendo en democracia y lo que ayer se vio como un defecto, es decir, el pacto, el acuerdo y la coalición, hoy puede verse con cierta añoranza, pues siempre es más saludable que las decisiones dependan de dos o tres en lugar de uno.
Los que llevan siglos viviendo en democracia saben mejor que nadie que este no es un sistema perfecto, pero es el menos malo de todos y han trabajado arduamente para conseguir algunos progresos. Uno de ellos fue dar con la fórmula exacta para impedir que hayan dictadores elegidos o autócratas disfrazados de demócratas. La estrategia consiste en establecer ciertas reglas matemáticas, de manera que al traducir la votación en número de escaños parlamentarios, haya un cierto criterio de ventaja para las minorías. Eso es saludable no solo porque se impide el abuso de las mayorías, sino porque se asegura el control del gobierno, base de la ética política y de la legitimidad en el ejercicio de la autoridad.
Los dictadores tradicionales no entendían estas sutilezas y directamente eliminaban el Congreso cada vez que tomaban el poder, pero hoy las cosas han cambiado. Los regímenes populistas de América Latina, por ejemplo, hicieron reformas específicas y exactas en el punto indicado arriba con el objetivo de lograr que el voto de las mayorías se lleve todo y que el sufragio de las minorías no consiga nada o al menos quede muy distante en cuanto al peso parlamentario, clave para “hacer y deshacer” en democracia.
En esos términos, conseguir los famosos “Dos tercios” del Congreso es mucho más fácil ahora y por eso es que nuestros líderes se esfuerzan por conseguirlo, porque les asegura un mandato libre de leyes, de supervisión, de control, de auditoría y todo lo que la democracia ha creado para asegurar el progreso de las políticas públicas, base de la prosperidad de los pueblos.
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