Más allá de todos los elogios que se le hacen al Bono Juancito Pinto, no debemos dejar de considerar que se trata nada más que de un acto político cargado de cinismo, pues en ocho años de vigencia no ha servido más que para alardear de una cifra, la baja deserción escolar, que de ninguna manera significa una elevación de la calidad educativa: los chicos siguen leyendo mal, no comprenden lo que leen, repiten como loros las lecciones y cuando rinden examen de ingreso en cualquier universidad el resultado es vergonzoso. Ni siquiera imaginemos cómo les iría en alguna prueba internacional como PISA.
Hace años que el Ministerio de Educación se dio cuenta que muchos niños asisten a la escuela solo por los “200 bolivianitos” que les dan a fin de año, por el desayuno, por el almuerzo y porque ahora ya no hay aplazados. Por eso mismo fue que decidió ampliar la otorgación del bono hasta sexto de secundaria, pues sin la platita, el ausentismo en el nivel secundario se ampliaba a más del 40por ciento (datos del Censo 2012), una cifra nada digna para un régimen que vive de los datos que frecuentemente elogian los organismos internacionales.
Si hay algo que debemos agradecer y reconocer al gobierno de Evo Morales es su gran capacidad para demostrarnos lo extremadamente pobres que habíamos sido los bolivianos. Nos ha mostrado que la gente se conforma con muy poco, con unas cuantas migajas, a las que se aferra porque nunca antes un gobierno le había dado nada. Esa es tal vez la peor pobreza, la mezquindad de las élites que ahora se preguntan cómo es que un régimen con tan poca racionalidad arrasa en las elecciones.
Nuestra gente es tan pobre, que no le importa si su medio de vida es legal, informal o pernicioso para el resto de la sociedad. Ya lo decía Benjamín Franklin, “El saco vacío no permanece derecho” y ese aspecto ha sido entendido a la perfección por este régimen, que tolera y a veces fomenta las actividades subterráneas, el contrabando y algunos negocios oscuros que ofrecen a la gente medios de vida pasajeros, pero que no hacen más que profundizar estructuras de pobreza que deberían combatirse con políticas públicas de largo aliento y que ataquen las causas.
Los que critican a este gobierno lo hacen pensando en el futuro, observando la ausencia de un plan que le asegure sostenibilidad al modelo; les exigen a los gobernantes aprovechar mejor la bonanza económica actual, edificando un patrón productivo más sólido, menos primario, menos dependiente y frágil. Pero el pobre no está acostumbrado a pensar de esa manera, vive el presente, disfruta lo poco que tiene, porque nunca tuvo nada y nadie sabe qué va a pasar mañana. En todo caso, la mejor opción es quedarse con el que tiene el sartén por el mango, el que dispone de la “marmaja” y que le hace llegar aunque sea un bocado a cada uno.
Por último, al pobre solo le interesa comer y satisfacer las necesidades más básicas y si lo consigue aún a costa de ceder una cuota de libertad, qué puede importar. En el imaginario colectivo boliviano no incomoda el componente del autoritarismo, así que nadie puede sentirse incómodo con que se pongan patas para arriba las leyes, que se manipule la justicia, se afecte a la democracia y se vulnere la separación de poderes o se violen los derechos humanos. Esos son lujos de ricos, como la educación de calidad. Con un bono es suficiente.
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