Se cumplen 190 años de la Independencia de Bolivia y pese a todos los discursos exitistas que solemos escuchar, no cabe duda que siguen pendientes muchos de los ideales que llevaron a los héroes de la libertad a ofrendar sus vidas para conseguir la soberanía del país.
Tenemos un gobierno; tenemos un territorio consolidado y que aparentemente está libre de amenazas; una población que se identifica con el rojo, amarillo y verde y que supuestamente está orgullosa de su pertenencia y, por último, son incontables las leyes, normas, códigos e instituciones que, en teoría, terminan de darle forma a este Estado cuyos conductores dicen haber liberado definitivamente.
No vamos a pretender que todos los problemas estén resueltos, aunque 190 años es tiempo suficiente para tener al menos el camino trazado hacia esos “Votos y anhelos” de los que habla el Himno Nacional, es decir, los compromisos y aspiraciones que tienen los bolivianos.
Con el conflicto potosino, tan largo y doloroso, nos pudimos dar cuenta que se hace mucho, pero al mismo tiempo nada por atacar los viejos problemas de Bolivia, aquellos que tanto nos preocupan, que están presentes en los discursos, en las promesas, en los planes, en las noticias, las estadísticas y por supuesto en las protestas y bloqueos, aunque algunos crean que dan risa o que son inventados.
Lo que ocurre es que a veces da la impresión de que Bolivia quiere volar, irse al espacio, alcanzar al mundo desarrollado, pero olvida temas fundamentales que de no resolverse, continuarán estructurando el país de unos cuantos, aquellos eternos privilegiados, los que heredaron posiciones desde la colonia, los que tuvieron la suerte de nacer en cuna de oro o los que tienen la habilidad para llegar al poder con la clásica estrategia de “llorar para mamar”. Para los demás, el país sigue siendo aparente; para ellos no hay progreso, no existen las leyes, solo insultos, promesas, diagnósticos y amenazas.
Y si no hay servicio de las élites hacia el ciudadano, jamás tendremos el compromiso de estos y viceversa. Siempre viviremos en un país enfrentado, dividido, enojado y siempre dispuesto a revolucionar las cosas, a refundar y destruir todo lo viejo.
Un país lleno de problemas sin resolver, con una sociedad fragmentada y sin visión de futuro, carente de orden y de visión, obviamente es terreno fértil para las amenazas externas. Es verdad que no hay potencias que tengan planes de invadirnos, pero estamos violentados por el narcotráfico internacional, somos blanco fácil del delito, el contrabando y por supuesto, de todos los apetitos “legales” e ilegales que amenazan con destruir nuestro medio ambiente, los parques y los recursos que un día se terminarán y nos dejarán un desierto lleno de agujeros, cerros caídos y ríos contaminados.
Queremos explotar todo lo que contemplan nuestros ojos, extraerlo y vendérselo al mejor postor. Pero olvidamos el mejor recurso que tiene nuestro país, su gente, la juventud, la fuerza, la habilidad y el talento. Qué desperdicio, qué ceguera, qué descuido al no atender como se debe esta riqueza, con adecuados niveles de salud y educación, nada más que eso para conseguir nuestros votos y anhelos.
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