El país está conmocionado por dos crímenes aberrantes cometidos contra niños inocentes y lo que llama la atención es que en estas ocasiones suelen surgir voces desde el ámbito político haciendo propuestas no menos aberrantes, impropias de una sociedad civilizada. Ha vuelto a surgir la idea de la castración química, algunos proponen instaurar la pena de muerte y también en el Gobierno hablan de reformar el Código Penal para aplicar sanciones mucho más fuertes y ejercer de alguna manera una acción ejemplar.
La violación y el asesinato de una niña de tres años es indignante para cualquier ser humano y resulta natural que muchos sientan el impulso de aplicar mano dura contra el responsable del crimen. Hasta en las cárceles, donde conviven individuos que han rebasado los límites éticos y morales, este tipo de actos son castigados con la mayor rudeza y no son pocas las veces que han recurrido al asesinato de violadores que caen tras las rejas.
Pero la sociedad y menos sus líderes, no pueden pensar y reaccionar como un reo de Palmasola o de San Pedro. Las instituciones y sus normas no se pueden estructurar en base a reacciones hormonales retrógradas, pues debe imponerse la reflexión profunda guiada por las tendencias que marcan la humanización, el derecho, la justicia y la convivencia pacífica. En otras palabras, “el hombre que se come al caníbal se convierte en otro más de los que dice aborrecer” y de esa construcción social vengativa y revanchista tenemos demasiadas experiencias fallidas.
Los hechos de violación de niños y niñas menores no son aislados en nuestro país. A diario ocurren decenas de casos y muchos de ellos son debidamente registrados en las oficinas de atención y protección a la niñez. Casi todos tienen las mismas características, pues ocurren dentro de un entorno familiar o de confiabilidad, en el que el abusador aprovecha una situación de descuido, de abandono, de promiscuidad o de hacinamiento para cometer sus fechorías.
Existen muy pocas experiencias destinadas a educar a las familias y los niños para que puedan prevenir situaciones de riesgo. La gente de los barrios marginales padece condiciones de vida lamentables que pone a los niños en situación de vulnerabilidad y por más que se busquen maneras de escarmentar a los culpables (por si no fuera suficiente las penas que aplican en Palmasola), el peligro sigue siendo flagrante en las condiciones de marginalidad. Para colmo, la migración de bolivianos hacia el exterior del país sigue siendo un problema mayor que provoca desintegración familiar y una forma disimulada de abandono, que también se presta para situaciones lamentables.
Hablemos ahora del cuadro más preocupante de este fenómeno de los abusos, el que comete el sistema de administración de justicia. Quienes ahora proponen sanciones duras contra los violadores, deberían saber que la inmensa mayoría de estos delitos terminan en arreglos económicos tolerados por jueces y fiscales que obviamente se benefician de las transacciones, que dicho sea de paso son absolutamente ilegales, porque una violación es un crimen de orden público. En ese caso, las víctimas de los abusos sufren un doble ataque que sí resulta ejemplar para otros hechos similares en el futuro. La mayoría termina por no denunciar pues siempre es mejor “arreglar” en privado, pues el resultante final es la misma impunidad que campea en nuestro país ¿Quién hace algo para remediar este crimen aberrante?
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