Han pasado 523 años desde que los españoles llegaron a esta parte de América y casi 200 años desde que nuestros pueblos alcanzaron la independencia de los colonizadores. Los conquistadores llegaron con las armas que usaron todos los imperios y doblegaron a los nativos con los mismos métodos que la cultura ha estado utilizando por milenios. ¿Qué ha cambiado desde esa época hasta nuestros días?
Algunos tomaron la drástica decisión de exterminar a los indoamericanos, hecho que no sucedió en las colonias españolas y portuguesas por “motivos humanitarios” y religiosos. Pese a ello, a los avances de la civilización y al enorme peso demográfico que tienen los indígenas en nuestro continente, la situación no es mejor ahora o tal vez ha conseguido progresos muy leves, porque de una u otra manera, la dominación, la marginación y el exterminio (aunque sea lentamente) siguen vigentes, incluso en Bolivia, donde la población originaria es una de las más grandes de la región y donde el gobierno es ejercido supuestamente por indígenas.
El nacimiento de la República, las diversas revoluciones y transformaciones que se han sucedido a lo largo de nuestra historia lamentablemente no terminan de provocar cambios significativos en la vida de los indígenas. En principio los engañaban con espejitos de colores, más tarde se usó el alcohol y la coca como métodos de enajenación; se los escondió el reservaciones, se les prometió y mintió hasta el cansancio y también son innumerables las ocasiones en las que se los ha utilizado, porque siempre han sido excelentes como bandera, pantalla y peldaño político.
Eso es exactamente lo que ha ocurrido en Bolivia, donde los indígenas han quedado reducidos a un mero estandarte, a un elemento de representación totalmente vacío que no se traduce en mejores condiciones de vida de los pueblos, que se mantienen con los peores índices socioeconómicos del país, pese a que supuestamente hoy vivimos nuevos tiempos en la inclusión política.
El escándalo del Fondo Indígena es una muestra precisamente del vejamen que se ha cometido siempre con los pueblos indígenas, pero en lugar de alcohol, esta vez se utilizó el dinero (migajas en realidad comparado con la farra generalizada del Estado Plurinacional) para emborrachar a los dirigentes, que lógicamente hicieron de las suyas sin control ni fiscalización.
Con la entrega de esos fondos, el régimen se lavó las manos, convenció a la gente (sobre todo a la opinión pública internacional) de que estaba trabajando para mejorar la vida de los pueblos originarios; recaudó un inmenso capital político interno y encima de eso se apoderó de un arma de chantaje contra las organizaciones sociales, indígenas y campesinas que pidieron respeto a sus cuotas de poder en las elecciones de octubre del año pasado y en las que se avecinan, después de que el oficialismo intentó suplantarlos por viejas figuras de la política tradicional con las que busca tejer otra red clientelar, puesto que los indígenas ya no son necesarios en la búsqueda de la “popularidad”.
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