Costó mucho trabajo y sangre convencer a las masas en los años 70 que la democracia sería mejor que la dictadura. Pasados algunos años, todavía se escuchaba por las calles de las ciudades latinoamericanas: “mejor estábamos con los militares”, especialmente cuando nuestros países estaban abatidos por la hiperinflación, la falta de recursos para cumplir con las necesidades más elementales de la población y por la inestabilidad política, que se agudizó con la llegada del nuevo milenio, cuando se produjo una suerte de agotamiento en Bolivia se denominó como “democracia pactada”, cuyo defecto más visible era el cuoteo y el clientelismo.
Al cabo de veinte años, la conclusión generalizada era que la democracia le había fallado a la gente, que no había servido para superar los viejos problemas de pobreza, desigualdad, marginalidad, insostenibilidad económica, mientras se mantenían imbatibles la corrupción, la exclusión y el prebendalismo, por citar solo algunas de las taras de nuestra política y que han persistido en las diferentes etapas de nuestra historia.
A finales del siglo pasado y principios del presente surgió una suerte de “tercera vía” en América Latina, de la mano de líderes carismáticos, arropados por ideas colectivistas y de valores muy populares como el indigenismo, la ecología y la inclusión. Casi todos traían en la espalda largos años de lucha social y de manera coincidente arrasaron en las urnas una y otra vez, montados sobre nuevos consensos acerca del funcionamiento de la democracia y por supuesto, sobre un hecho real e indiscutible: un periodo histórico de bonanza económica que les permitió a estos mandatarios gozar de muchas indulgencias de parte de una población que no ha estado hilando fino en materia de derechos, libertades, transparencia y de control, pilares fundamentales de la democracia y piezas indispensables para que el contrato social entre gobernantes y gobernados rinda frutos y se materialice en mejores y más duraderas condiciones de vida.
En este nuevo periodo de una década y más, además de los problemas que afearon la joven democracia veinteañera, se han sumado otros que eran propios de la dictadura militar, como el abuso de poder, la violación a los derechos humanos y la ausencia de contrapesos que se dieron por las reformas políticas dirigidas a implementar autocracias de largo alcance.
Ese millón de brasileños que salió el domingo a las calles a protestar contra el gobierno de Dilma Rousseff; esos indignados de Argentina y esos que se arriesgan a ser asesinados por las hordas chavistas que tienen órdenes de disparar a matar, no solo rechazan los viejos males de nuestras democracias. No solo están hastiados por la hipercorrupción que ha cobrado notas históricas en el continente. No solo gritan en contra de los atropellos a la justicia y el autoritarismo, de larga tradición en nuestra región. También se angustian porque la democracia les ha vuelto a fallar; porque la pobreza vuelve a mostrar su feo rostro ahora que se viene un periodo de vacas flacas que podría devolver el marcador a cero en este proceso que no termina de arrojar resultados positivos. Pero no hay que culpar a la democracia, es que no hemos comprendido qué significa y qué alcances tiene.
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