miércoles, 14 de septiembre de 2011

Fatalidad e imprevisión

El país se ha estremecido con el accidente aéreo ocurrido en Trinidad la semana pasada. Ha sido un siniestro de características conmovedoras que despierta el interés de la ciudadanía a medida que se van revelando cada uno de los detalles. No hay duda que la figura del único sobreviviente, Minor Vidal, es la que ha acaparado todos los flashes de los medios de comunicación, pues se trata de una historia de connotaciones cinematográficas, cargada de emoción y heroísmo.

Vidal les ha contado a los periodistas que el accidente se produjo de manera totalmente imprevista, sin darle tiempo ni a la tripulación o a los pasajeros de prepararse para el impacto. Apenas unos minutos atrás, el piloto había anunciado un aterrizaje sin problemas y de pronto la situación se descontroló y la nave se incrustó violentamente en medio de la selva. El nivel de destrucción que presenta el aparato es un testimonio cabal de la ferocidad del choque y lógicamente, del milagro que significa la existencia de un solo sobreviviente.

En los días del accidente casi todo el oriente boliviano estaba cubierto por una densa humareda producto de los chaqueos. Decenas de aeropuertos y aeródromos tuvieron que suspender sus actividades por falta de visibilidad. La primera hipótesis sobre el incidente de Aerocon podría estar relacionada con el fenómeno del humo, lo que nos obliga a todos a desarrollar conciencia de la gravedad de este problema y a pensar en nuevas fórmulas destinadas a controlarlo. Está demostrado que todas las medidas de prevención y penalización que se han aplicado en el pasado no han sido capaces de atenuar una práctica que daña el medio ambiente, perjudica la salud de la población y en definitiva, se vuelve un elemento perturbador para el conjunto del país.

¿Pudo haberse evitado el accidente? Eso nadie lo puede asegurar, sin embargo, existen algunos detalles que es necesario tomar en cuenta a la hora de hacer una evaluación correcta. En el caso de la humareda, los responsables de monitorear las condiciones meteorológicas en el país y que operan en los aeropuertos, tienen la obligación de reportar datos elementales como el nivel de visibilidad, pero la decisión de volar o no, la toman únicamente las empresas de transporte. Es verdad que las aeronaves modernas cuentan con equipos sofisticados que incrementan la seguridad y que facilitan la operación en condiciones adversas. Pero de todas maneras habría que buscar mecanismos que limiten aún más la posibilidad del error, sobre todo porque en la mayoría de las pistas de aterrizaje –y este es el caso de Trinidad-, no cuentan con radares y sistemas de rastreo necesario para auxiliar a los aviones en vuelo.

No se trata solo de falta de equipamiento complementario. Este accidente ha ayudado a revelar la extrema precariedad en la que desarrollan su trabajo los controladores aéreos en el Beni, una región que depende en gran medida de los aviones y avionetas como único medio de transporte, debido a su falta de vinculación caminera y lo complicado del territorio. En lugar de derrochar millonadas de dólares en la construcción de un aeropuerto internacional en la capital cocalera de Chimoré, el Gobierno debería invertir ese mismo dinero en acondicionar otras terminales del país que operan en galpones y cuyas fajas de aterrizaje (Trinidad, por ejemplo) son una verdadera pena.

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