jueves, 22 de septiembre de 2011

Más allá de la cáscara

Me fui al mercado a buscar las mismas naranjas que me enseñó a comprar
mi madre cuando era chico. Me cansé de esas frutas brillantes,
grandotas que vienen en una bolsas muy pitucas, pero que a la hora de
la verdad son bastante secas y desabridas. Me incliné por las más
pequeñas, de cáscara delgada y medio “cuchuquís” y no me equivoqué,
todas me salieron jugosas y me zampé uno de los mejores zumos  que
haya probado.

Un amigo especialista en marketing, que siempre insiste en que “todo
entra por los ojos”, se va a poner furioso cuando lea este comentario,
pero lamento decirle que una buena cáscara no siempre garantiza el
contenido.

Una vez le pregunté a un fisicudo de esos, qué es lo que tenía que
hacer para mantener bien marcados todos sus músculos. Cuando me
respondió sentí pena por su hígado y por sus riñones al saber la
cantidad de químicos y menjunjes que se obligaba a ingerir para
conservar “la cáscara”. No gracias, le dije, mejor sigo batallando con
mis “salvavidas”.

Seguramente no cae bien hablar de este tema en una sociedad tan amante
de la “cáscara” como la nuestra, pero no me queda otra cuando pienso
en las consecuencias que eso nos ha acarreado a todos los que creían
que estábamos construyendo en terreno sólido. Líderes con pies de
barro, discursos que no pasaron de las plazuelas, un civismo que se
disfraza una vez al año y que desfila al son de la banda, representan
apenas el espíritu decadente que nos ha conducido al fracaso a todos
los que, lamentablemente y pese a todos los tropezones, aún se creen
fisicudos, más o menos como ese que infló su cuerpo a punta de
esteroides. Que no nos vaya a pasar como el tutumo, que al final de
cuentas, es puro cáscara.

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