En el marco del debate sobre el Pacto Fiscal ha surgido la propuesta 50-50, es decir, 50 por ciento para el centralismo y 50 por ciento para las regiones, municipios y universidades públicas. La idea parece exagerada y es natural que el presidente Morales exclame que eso no es nada más que una “repartija”. Lo dice porque llegar a esos niveles de distribución significaría quitarle el 30 por ciento de los recursos públicos al gobierno nacional, es decir al primer mandatario y su entorno, un grupo de no más de 20 personas que son los que deciden en qué se invierten los recursos del Estado.
En el caso del 2015, por ejemplo, estos señores han decidido entregarles más de 42 mil millones de dólares a las 35 empresas estatales. Se trata del 36 por ciento del Presupuesto General de la Nación y de un dinero del que nunca más sabremos, porque nadie rendirá cuentas, nadie mostrará un balance y tampoco sabremos si se invirtió bien, pues en este país han desaparecido las licitaciones y la Contraloría ha sido reducida a un elemento de utilería en este cuadro estatal tan arbitrario.
Cómo no lo va a llamar repartija, si un único ente que es el gobierno central maneja más del 80 por ciento de los recursos públicos y el resto del dinero se reparte entre nueve gobernaciones, nueve universidades públicas y más de 300 municipios. Ese es el tamaño del vergonzoso centralismo boliviano y obviamente es un insulto tratar de cambiarlo de un sopetón.
Pero en honor a la verdad no siempre ha sido así. Era peor. Antes de la promulgación de la Ley de Participación Popular en 1994, solo 24 municipios recibían ingresos y el peso de las alcaldías en la inversión pública nacional era del 3 por ciento. Con la “repartija”, que además les otorgó a los gobiernos municipales responsabilidades en Salud, Educación, Deportes, Cultura, Riego y Caminos Vecinales, ese porcentaje subió al 30 por ciento, dinero que fue mucho mejor invertido que los centralistas, pues se notaron mejoras en el Índice de Desarrollo Humano. Lamentablemente, cuando apretó la crisis a finales del 2000, el gobierno de turno, centralista como todos, le puso candados al dinero y el resultado fue una convulsión social que derivó en los hechos de octubre del 2003.
El otro hito de la descentralización ocurrió ese mismo año, cuando el “neoliberal” Hormando Vaca Díez promulgó la Ley de Hidrocarburos que creaba la figura del Impuesto Directo a los Hidrocarburos, lo que ha significado la mayor transferencia de recursos a los gobiernos subnacionales jamás ocurrida en este país, cuyo centralismo es una de las grandes explicaciones del atraso y la pobreza.
Insistimos, ambas “repartijas” ocurrieron en la “vieja república” por no decir en el “periodo oscuro” del neoliberalismo y además se produjeron en periodos de bonanza económica, cuando a los centralistas se les dio por abrir la mano y dejar escapar algunas migajas, como para disimular la absurda manera de distribuir la torta en Bolivia. Durante el “proceso de cambio”, el gobierno no ha hecho más que ponerle trabas al proceso de descentralización. Aunque después trató de ocultarlo, se declaró enemigo de la autonomía y le hizo la guerra (con armas, movilización de tropas y todo); derrocó a muchos alcaldes y gobernadores que se resistieron al abuso, confiscó millonarios recursos del IDH, le ha transferido nuevas responsabilidades a gobernaciones y municipios sin otorgarle recursos y por si fuera poco, esconde bajo siete llaves los datos del censo para evitar la “repartija”.
El debate sobre el Pacto Fiscal no es más que una pantomima proselitista, pues las verdaderas intenciones han quedado en evidencia y se inclinan por mantener y acentuar el centralismo.
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