Todo es verde ahora. Autos verdes, muebles verdes, productos cosméticos verdes y, por supuesto, hay políticos verdes e intelectuales del mismo color. La sociedad de consumo se ha adaptado perfectamente a este nuevo concepto supuestamente ecológico, supuestamente amigable con el medio ambiente y supuestamente “salvador” de la humanidad del peligro de la destrucción por la vía de la depredación.
El comensal que se come un “bife verde” en Nueva York paga 70 dólares sabiendo que esa carne proviene de una “estancia verde”, donde la producción es ecológica porque no usa productos químicos y porque sus propietarios hacen un manejo sostenible de los pastizales con reforestación y otras prácticas… verdes.
El hombre del bife sube a su automóvil verde que cambia religiosamente todos los años para aprovechar las innovaciones tecnológicas que surgen a la velocidad del rayo; engulle litros y litros de bebidas envasadas y mantiene su conciencia tranquila porque además de que son light, bajas en colesterol y antioxidantes, tienen la figurita en la etiqueta que dice que son hechas con material reciclado.
A ese buen señor, como a todos los que cambian de celular (verde por supuesto) como si fuera ropa interior, jamás se les ha ocurrido que ser verdaderamente verdes pasa por reducir el consumo y no seguir en las mismas, con productos que en la mayoría de los casos usan el concepto “verde” como mero argumento de marketing. Un dato, este año se van a desechar 10 millones de celulares (seguramente verdes) en el mundo y menos del 1 por ciento se reciclan. Y no hace falta irse a Nueva York para ver este problema, pues en Bolivia el botadero de celulares llega a 1,8 millones anuales.
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