Miente, miente que algo queda”, decía el gurú de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, quien ayudó a construir una de las estrategias más poderosas de dominación planetaria, pero que nunca imaginó el final desastroso que tendría ese plan maquiavélico.
En Bolivia, los estrategas del “proceso de cambio” han ayudado a consolidar no solo la idea de que estamos cambiando, hecho que de por sí es una gran mentira, sino que todo lo pasado fue malo y que es necesario destruirlo.
En ese conjunto de mentiras se encuentra el gran emblema de la “revolución” (otra mentira) que es la Nacionalización. Se pretende mandar a la hoguera a todo aquel que tenga la osadía de cuestionarla y la verdad es que a la hora del balance son más los perjuicios que los beneficios. Desde el mismo momento en que, por un afán de protagonismo y por enfatizar en la parafernalia, se recurrió a la criminalización de las empresas petroleras, el Gobierno sumió al país en una sequía de inversiones que amenaza con la sostenibilidad de la actividad hidrocaburífera nacional.
La demagogia del congelamiento de precios de los combustibles y de una distribución de la renta petrolera que deja muy poco margen a las empresas hizo la otra parte del trabajo y si bien algunas compañías siguen invirtiendo en Bolivia, lo hacen porque tienen compromisos qué cumplir con Argentina y Brasil, donde la necesidad de gas es mucho más grande que las dificultades que ofrece nuestro país a los inversionistas. Esa ecuación ya está fallando con Buenos Aires por el default y enfrentará duros desafíos en el 2019, cuando se busque renovar el contrato de exportación a San Pablo. Del mercado local ni hablemos, pues la nacionalización se tradujo en desabastecimiento de gas para los bolivianos, escasez de combustibles líquidos y el aplazamiento de grandes proyectos como el Mutún y la construcción de por lo menos tres fábricas de cemento, entre muchas otras postergaciones. La mayor parte de la población sigue comprando el gas en garrafa y el 30 por ciento de los bolivianos usan leña para cocinar sus alimentos.
Se ha mentido sobre los beneficios de nacionalización para la actividad misma del sector hidrocarburos, que todavía cosecha lo que se sembró en el “sucio periodo neoliberal” y también se miente sobre las ventajas que ha traído para los bolivianos. Bolivia exporta el 80 por ciento del gas que sale del subsuelo y esas ventas vuelven en forma de “plata dulce” que el gobierno derrocha sin ton ni son, a la manera de un nuevo rico, haciéndole creer a la gente que los bonos son una gran hazaña, cuando apenas representan menos del dos por ciento del presupuesto nacional. El resto se va en aviones, en “juguetes” para los militares, en empresas improductivas, canchitas y ese barril sin fondo denominado campaña proselitista permanente en la que se mantiene el gobierno hace nueve años, en un ir y venir de helicópteros, aviones y autos blindados.
Por último y tal vez lo más grave. La nacionalización nos ha hecho más rentistas que nunca. La economía boliviana, que estaba desafiada a volcarse hacia la industrialización y la diversificación, se ha hecho más primaria, más dependiente de las materias primas y amenaza con convertirse en una maldición, pues hay muchos que no quieren ni producir alimentos y cada vez importamos más, incluyendo papa y cebolla. Estamos a un paso de volvernos como Venezuela, con todas las consecuencias que ello implica.
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