Hace menos de un mes se publicó el ranking de las mejores universidades del mundo que anualmente difunde una consultora privada con base en Arabia Saudita. En la lista de las mil mejores casas de estudio hay 229 norteamericanas, mientras que China tiene 84 y Japón 74.
Entre los 20 primeros lugares hay 17 centros educativos estadounidenses, dos ingleses y uno suizo y para decirlo más sencillo, entre Europa y Estados Unidos copan más del 60 por ciento de los mejores puestos, mientras que en todo el continente africano hay solo cuatro universidades dignas de consideración y en Sudamérica solo 12, la mayoría en Brasil. En México hay 20 universidades que han sido valoradas y en Centroamérica ninguna.
La mejor universidad del mundo es la norteamericana Harvard, fundada en 1636, muy antigua, pero no más que la mayoría de las universidades sudamericanas, entre ellas la San Francisco Xavier de Sucre, una de las pioneras en la educación en el continente. Todos se preguntan por qué tantas diferencias, pese a que Estados Unidos no nació con la riqueza actual, fue una colonia al igual que Bolivia o Venezuela y a que los factores étnico y cultural son relativos. Hace menos de 50 años los coreanos o los habitantes de Singapur eran tan subdesarrollados como cualquier país sudamericano y seguramente tenían que soportar estigmas y prejuicios de todo tipo, igual que los españoles, por ejemplo, donde hay una treintena de universidades de estatura mundial que han permitido alcanzar al país niveles de desarrollo importantes.
Estamos en plena campaña electoral y no se ha escuchado a ningún candidato hablar de propuestas sobre ciencia y tecnología, de mejorar las universidades y crear institutos de investigación. El debate parece ser la discusión de los hijos que se pelean por una herencia que no han construido ellos mismos, en buscar quién debe explotar el gas, cuánto se les tiene que pagar a las petroleras extranjeras, si habrá suficiente dinero para importar lo que no producimos y si alcanzará para continuar con la repartija y la jarana en la que se encuentra gran parte de la población gracias a la bonanza de precios que nos llega desde los países desarrollados, los que inventan, crean y producen porque tienen universidades que constantemente están innovando y apuntalando el progreso.
Lamentablemente, en Bolivia todavía nos sabemos para qué sirven las universidades. Es más, el país está diseñado para el extractivismo con una altísima presencia de capital y tecnología extranjeros, donde apenas aportamos con fuerza bruta y es irrelevante la contribución de cerebros nacionales. Está comprobado que para integrarse al incipiente aparato productivo boliviano no se necesitan muchos profesionales y que para la gran masa de bolivianos que se dedican a la economía informal e ilegal, son suficientes saber leer y escribir y aprender las cuatro operaciones aritméticas, algo que suena discriminatorio, pero que es una triste realidad cuando se observa la precaria atención que le brinda el estado a la educación y sobre todo a su forma de encararla, como un simple proceso de adoctrinamiento de la gente, carente de visión de desarrollo e innovación.
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