El célebre escritor colombiano Gabriel García Márquez se fue con un trago amargo cuando estuvo de visita en Buenos Aires porque no le dieron la importancia debida y ni siquiera apareció en los periódicos. Su estadía coincidió con la algarabía de un clásico Boca-River y los argentinos estaban atontados por el fútbol. Lo mismo podría decirse de Santa Cruz. Muy pocos se dieron cuenta de la presencia de dos premios Nobel de Economía en nuestra ciudad, pero no hay quién se haya quedado sin opinar sobre el escándalo de la reina y la comparsa coronadora.
Eso dice mucho de la relevancia que le otorgamos a la fiesta, que colma los sueños de jovencitas, cuya mayor realización es llegar a ser reinas de comparsa y de jovencitos que ponen a la fiesta a la altura de una cuestión de Estado.
Ojalá todas esas energías sirvieran de algo, pero lamentablemente nuestro carnaval es pobre, deslucido, carente de creatividad y la prueba es el escasísimo atractivo que representa para el turismo, una meta que deberíamos proponernos seriamente. Esto puede sonar a blasfemia, pero en realidad es la conclusión a la que llegan todos quienes han querido mejorarle el rostro a la fiesta, introduciendo algunos cambios a través de los disfraces, los ballets folklóricos y las coreografías, que siguen siendo de escasa vistosidad en comparación con el carnaval de Oruro, el brasileño, el de Gualeguaychú y algunos espectáculos de Europa.
Lo que acaba de ocurrir con la reina es precisamente el resultado del problema fundamental del carnaval cruceño y que tiene que ver con una burda y barata mercantilización de la fiesta, que hoy por hoy está en manos de pequeños grupos como los coronadores, la asociación de comparsas y las empresas auspiciadoras, que no dan la talla más que para velar por intereses particulares y coyunturales, para negociar como si fueran gremialistas (vender sillas y tarimas) y para organizar un evento como si fuera una simple kermés de barrio, destinada a recaudar algunos billetes.
Obviamente las que se llevan la mejor tajada son las empresas que venden bebida y no está mal que se hagan buenos negocios, pero lamentablemente esa transacción es a cambio de nada; nada para la fiesta, para la cultura, para el espectáculo, aunque seguramente habrá algunos que quedan con un buen saldo a favor. Esos criterios netamente marqueteros fueron los que guiaron a la comparsa a tomar una decisión infantil y atrabiliaria y que muestra perfectamente que el carnaval no tiene dueño y que se puede prestar para cualquier improvisación.
A juzgar por algunas reacciones que surgieron inmediatamente después del incidente tan comentado en las redes sociales, el asunto tiende a politizarse, un remedio peor que la enfermedad, pues ningún líder por más buenas intenciones que tenga contribuirá a mejorar la fiesta, que insistimos, tiene que convertirse en un factor social, cultural y económico de mayor gravitación, así como lo es el fútbol para los argentinos. Nosotros ni siquiera tenemos esa excusa.
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