El Gobierno ha confirmado nomás el pago del doble aguinaldo, con el cuento de que somos la mejor economía del continente, el crecimiento, el INE y bla, bla, bla. De cualquier forma y por más que se hayan caído las exportaciones, que se esté comprimiendo el Producto Bruto Interno y que estemos recurriendo al endeudamiento irresponsable para seguir manteniendo una bonanza artificial, se iba a mantener ese beneficio por una cuestión netamente política, porque ni siquiera posee un gran impacto social, en el trabajo, el empleo y la productividad.
No hay datos oficiales, pero en el mejor de los casos, solo el 20 por ciento de la clase trabajadora del país se beneficiará con el doble aguinaldo pues el resto ni siquiera percibe uno de los bonos navideños, como tampoco tiene seguridad social, jubilación y ninguna de las otras ventajas de los asalariados de las empresas y entidades formales y legalmente establecidas.
La ganancia es absolutamente política y de muy corto alcance. Es más, si los trabajadores fueran verdaderamente conscientes de daño que causa en la economía este “regalito” deberían ser los primeros en oponerse, porque no hacen más que cortar la rama donde están apoyados; hacerse el harakiri.
En el caso boliviano, el doble aguinaldo viene a ser la cereza en la torta que le coloca el Estado a un sector productivo agobiado por trámites, impuestos y toda una serie de obligaciones que han sido definidas últimamente como “terrorismo fiscal” por los pequeños empresarios que han comenzado a salir a las calles a protestar para ponerle freno a la hiperfiscalización. No es una percepción coyuntural, pues los organismos internacionales colocan a Bolivia como uno de los países más burocráticos, más acosadores y bloqueadores de las empresas, sin importar si son pequeñas, grandes o medianas.
El sesgo antiempresarial del Gobierno, que solo se manifiesta hacia los locales (porque en Nueva York anda pidiendo que vengan todas), se puede entender en el contexto de la demagogia y la catarsis que promueve entre los “pobres”, “campesinos”, “oprimidos” y “explotados”, pero son justamente ellos los principales perjudicados por esta política que cercena el empleo, elimina la seguridad, disminuye la calidad del trabajo y combate el bienestar social.
De acuerdo a los datos de la OIT, el auge del populismo, la crisis económica y el liderazgo que tomaron las economías de la India y de China, permitieron el incremento de la informalidad y muchos teóricos advenedizos afectos a los sofismas vieron este fenómeno como positivo, puesto que se lo observó como un paliativo contra la pobreza, como un evento pasajero, pues en su momento, las empresas informales “descubrirían” los beneficios de someterse a las normas.
Es verdad que en Perú, por ejemplo, se ha dado ese avance, pero es gracias a políticas públicas que han inducido la evolución, pero lo que ocurre frecuentemente y está pasando en Bolivia, es que los líderes estimulan la informalidad como una forma de clientelismo político, sin prever las graves consecuencias sociales, económicas y también políticas, pues los Estados se van debilitando sin una estructura productiva sólida que lo sostenga.
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