Llamar “desastres naturales” a las consecuencias de la despiadada intervención humana sobre el planeta parece un contrasentido. En realidad, vivimos las consecuencias previsibles que acarrea la destrucción de la naturaleza, cuyas leyes son implacables contra quienes se atribuyen plena potestad para transgredirlas.
Lo que ha ocurrido en las últimas semanas en el país figuraba con lujo de detalles en la agenda de los entendidos en el medio ambiente, el clima y sus cambios, que hay muchos en este Gobierno, muy proclive a los discursos, pero poco afecto a la gestión.
Hace más de una década que se habla del cambio climático y sus efectos. Hemos visto huracanes, tsunamis, ciudades destruidas, foros, agendas, prioridades. Algo debimos haber aprendido con las experiencias ajenas y propias, pues entre El Niño y La Niña, hace más de seis años que Bolivia salta de sequías a periodos de desbordes. Se han creado reparticiones ministeriales, comandos militares para la atención de emergencias, se han establecido mecanismos de reacción inmediata, se han aprobado presupuestos, han capacitado a mucha gente, pero los “desastres naturales” nos siguen pillando en pijamas y lo peor de todo es que ni siquiera hay quien lance el pitazo de alerta o tome la iniciativa para iniciar tareas de rescate, cuando menos.
Lo sucedido al norte del país, donde un pueblo quedó completamente bajo el agua, es el ejemplo más claro de que en Bolivia todavía no hay quién tome las decisiones correctas hacia la prevención y tampoco hacia las acciones de socorro. Es inadmisible que se tenga que demorar casi una semana en llegar con ayuda a los pueblos afectados porque el Gobierno se había fijado como prioridad los festejos de carnaval, cuando el sentido común indicaba estar pendientes de los avatares que nos trae el clima, en un momento en el que todas las luces de alarma debían estar encendidas.
Los “desastres naturales” también nos indican la necesidad de abandonar la liviandad con la que se ha estado encarando el tema ambiental en el país. Los discursos suben de tono, se habla de cambiar el modelo de desarrollo de combatir al capitalismo, pero los niveles de deforestación no han bajado ni un ápice y desde las esferas del poder se estimula la toma de tierras en parques y reservas forestales para convertirlas en cocales y barbechos, candidatos a desiertos. Eso es precisamente lo que va a ocurrir con el Tipnis, uno de los más grandes reservorios de agua del mundo, que actúa como regulador del clima y las lluvias.
Se pensaba que el régimen del MAS, mucho más orientado hacia los asuntos telúricos, iba a dar pasos adelante en la ecología y el cuidado del medio ambiente. Por desgracia, todo eso ha quedado en el discurso y en una mística pachamámica que solo sirve para los rituales y la imaginería plurinacional, de la misma forma que se desvaneció la parafernalia indigenista que parecía integrarse en una simbiosis perfecta para construir una política ejemplar de respeto al ecosistema.
Los problemas del clima ya son una realidad palpable en el mundo y se ensañan con mucho más fuerza en los países pobres como Bolivia, donde no existen los medios, el conocimiento y la estructura institucional para enfrentarlos. La respuesta, sin embargo, no debe ser la inercia, pues se corre el riesgo de que sucedan más casos como el de Bolpebra, donde la gente está obligada a buscar otro sitio dónde establecerse. Este fenómeno es destructivo y empobrecedor.
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