Conozco a muy pocas personas que son incapaces de hacerse respetar. A
veces menospreciamos a un niño, a un discapacitado, a un indígena que
vive en el monte, pero todos ellos nos han demostrado valentía y
determinación para hacer prevalecer sus derechos frente a los abusos.
En ocasiones la reacción de algunos es desproporcionada y en otras, la
justicia tarda en llegar o llega por otras vías y otros protagonistas.
“Cuando no puedas con tu enemigo, deja que otro sea el que tome tu
lugar”, dice un viejo refrán.
Pero son menos todavía las personas que se respetan a sí mismas. Veo
chicos en la universidad que fácilmente traicionan sus sueños y
aspiraciones de aprender y descubrir el mundo. No le tienen respeto al
gran impulso que los hizo anotarse en una carrera y se distraen con cualquier
cosa, con una fiesta, con el dichoso teléfono celular que los saca de la clase,
concuna charla insignificante y en la mayoría de los casos terminan fracasando,
sin saber por qué.
En estos días de Carnaval muchos incurren en el mayor irrespeto a sí
mismos, a su cuerpo, a su imagen y a sus convicciones. Nadie que se
respete en serio puede emborracharse hasta quedar debajo de una mesa o
comer hasta empacharse. Pringarse de todo y con todos tampoco es la
mejor forma de honrar lo que uno piensa de uno mismo, lo que pretende
construir y lo que quiere que otros piensen de nosotros.
El otro día mi amigo y colega Alfredo Rodríguez desató una interesante
polémica en el Facebook sobre el Carnaval y el protestaba porque se
trata de una fiesta del irrespeto a los demás. En realidad eso es lo
que menos me preocupa porque, insisto, el que quiere protegerse se
esconde o se va a un retiro. Lo que me aflige es la gran falta de
respeto propio que se vuelve generalizado en la “Fiesta Grande”.
Nota publicada originalmente por el autor el el diario El Sol
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