Pese al mar de cifras, de aclaraciones y anuncios de juicio a la Fundación Milenio por advertir sobre los malos resultados de la política estatista del Gobierno, las mismas autoridades nacionales han tenido que admitir que la mayoría de las empresas públicas (11 de 14) son deficitarias y muchas de ellas todavía están en pañales, como sucede con la fábrica de papel del Chapare o la industria azucarera de Sanbuenaventura, que necesitarán mucho tiempo y mucha inversión antes de que se pueda hablar de producción y posiblemente de rentabilidad.
El Gobierno habla de un gran éxito cuando se refiere a tres empresas que han generado una cifra cercana a los nueve millones de dólares, una bicoca comparada con inversiones que han superado los 300 millones de dólares. Tampoco tiene mérito mezclar las compañías de reciente creación con los ingresos y utilidades que generan YPFB y la Comibol, que se llevan casi el 92 por ciento de las ganancias de las que se ufana el régimen. Y si hablamos de la incidencia en el empleo, los números tampoco son para hacer aspavientos: apenas 250 puestos en seis años. Según especialistas, esos mismos 300 millones invertidos en la pequeña y mediana industria hubieran generado alrededor de 70 mil puestos de trabajo sostenibles.
Es obvio que con estos resultados el Estado mal puede hablar de un nuevo modelo productivo parar Bolivia, premisa que se está usando de base para elaborar un proyecto de ley que podría disponer de 1.200 millones de dólares de las reservas internacionales, para crear más empresas similares a las 14 compañías que han causado tanta polémica. Si observamos de cerca el desempeño de YPFB, de Comibol y de otras empresas nacionalizadas, tampoco mejora la situación. Si el estatismo fuera la solución para el país, no estuviéramos importando cantidades cada vez más grandes de combustibles para el uso diario y el país no estuviera sufriendo recortes en el suministro de energía eléctrica. En otros campos, como la agricultura por ejemplo, la intervención estatal ha creado serias distorsiones que han provocado escasez, inflación y por supuesto, la obligación de aumentar las importaciones de alimentos, además de generar más sangría de recursos públicos con subsidios a la producción como sucede con el maíz, el trigo y la producción de pollos.
Está en puertas la creación de una nueva empresa que se dedicará a la construcción, algo inaudito, cuando Bolivia dispone de un sector privado vigoroso en este campo, capaz de encarar obras de gran envergadura. Prueba de ello es que compañías constructoras nacionales son contratadas frecuentemente en el extranjero. La intervención estatal en este rubro podría ser fuente de corrupción, de encarecimiento de los costos y de una mala calidad del servicio, experiencias que se han repetido hasta el cansancio en el país. Los constructores, los agropecuarios y los prestadores de servicios no necesitan que el Estado se convierta en un competidor sino en un socio estratégico, que aporte con promoción financiera, con investigación, con un sistema regulatorio transparente y seguridad jurídica que fomente una mejora constante de los productos y servicios, competitividad y trato justo a los consumidores.
Tal como lo concibe el estatismo este régimen, no hay duda que vamos en el camino equivocado. La precaria base económica del país puede desquebrajarse, se agudiza la informalidad, el empleo se deteriora y crece la deuda pública. La historia del mundo está sembrada de catástrofes económicas causadas por el estatismo.
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