Probablemente no hay juez más famoso en el mundo que el español Baltasar Garzón, un magistrado que ganó notoriedad mundial por su labor quijotesca contra personajes oscuros de la historia reciente, a quienes llevó ante el banquillo de los acusados, gracias a que la legislación española estableció jurisdicciones muy específicas en ciertos casos. Por esos beneficios, precisamente, Garzón puso en serios apuros al ex dictador chileno, Augusto Pinochet, salvado de la cárcel por una movida política adoptada por el gobierno británico.
Baltasar Garzón era un juez que hacía prevalecer el respeto a los derechos humanos como principal objetivo de la justicia, eso nadie lo duda. Y en ese afán, naturalmente, hizo grandes contribuciones al fortalecimiento de la democracia en su país y, por supuesto, a la difusión de los valores que constituyen el Estado de Derecho, base fundamental de cualquier régimen constitucional.
Pero ni siquiera Garzón, con todos sus ideales de justicia y equidad, o cualquiera que aspire a un mundo más justo, puede estar por encima de la ley. Eso se ha demostrado con la reciente condena a 11 años de inhabilitación profesional que ha sido aplicada al magistrado, luego de que fue hallado culpable por la violación de normas y procedimientos indispensables en la investigación de cualquier caso judicial, sin importar las connotaciones que este pueda tener.
La motivación más importante de Garzón era saldar las cuentas de la historia. Destapar los viejos entuertos de las dictaduras y llevar a juicio a quienes hoy se esconden detrás de los acuerdos políticos y leyes que dejaron algunas lagunas de impunidad en España y en muchos otros lugares del mundo. Pero ni siquiera esos loables propósitos habilitan a nadie para romper el imperio de la ley, un arma infalible de cualquiera que se disponga a restaurar las relaciones humanas. No se puede usar las mismas armas de los que acusamos de verdugos, porque indefectiblemente nos vamos a convertir en lo que siempre hemos odiado y rechazado.
Lamentablemente, preso de su ego y seguramente impaciente por obtener resultados, Baltasar Garzón traspasó sus propios límites y terminó víctima de sus errores. Quienes critican el reciente fallo de los tribunales españoles, lo hacen por motivaciones políticas e ideológicas, pero no existe ningún argumento jurídico que pueda justificar la violación de principios fundamentales de la administración de justicia. Cualquier tipo de defensa del accionar de Garzón que ha sido penalizado la semana pasada, conduce a bastardear uno de los puntales de la democracia.
El juez español, cuya brillante carrera puede haber llegado a su fin, recorrió el mundo propalando sus ideales de justicia y con pleno derecho se ganó la admiración de muchos que hoy seguramente lamentan su tropiezo. Precisamente el régimen de Evo Morales realizó contactos con Baltasar Garzón para que este represente al Estado boliviano en los esfuerzos jurídicos que ha prometido hacer el Gobierno ante Chile por el acceso al Océano Pacífico.
Precisamente por esa cercanía y por la admiración que sienten los miembros de este Gobierno hacia Baltasar Garzón es que deberían tener presente su triste destino. Recientemente la ONU ha hecho dos advertencias al régimen de Evo Morales. En la primera le pidió tratar con justicia a los opositores y en la segunda, que llegó a través del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, exigió terminar de una vez con el uso de la atávica y medieval figura del “desacato” que en Bolivia se viene aplicando con desmedido arrebato. Ningún régimen, autoridad o gran líder, por más legítimo que pueda parecer, puede estar por encima de las leyes. La historia siempre pasa factura.
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