La educación es uno de los aspectos que más ha cambiado en la historia de Bolivia, pero en realidad casi no ha cambiado, mejor dicho, no ha mejorado. Cambiaron los programas, vinieron las reformas, aumentaron los años de primaria, luego crearon el ciclo intermedio, volvieron al pasado, pero con algunos maquillajes, creció el ciclo secundario, etc, etc. La Reforma Educativa, la Ley Avelino Siñani, la descolonización. Cuántos conceptos, cuánto derroche intelectual, papelería, cursillos, consultorías, millones de dólares para cambiar textos, aulas y cada vez, vender la idea de que se está descubriendo lo último, lo más novedoso, el truco mágico para que las escuelas se conviertan en fábricas de genios capaces de cambiar la historia del país.
Ha comenzado un nuevo año escolar con cambios que ni siquiera son del conocimiento de los profesores que van a impartir los flamantes contenidos. Los programas, seguramente llenos de buenas intenciones, posiblemente buenos, nadie lo sabe, han sido elaborados en gabinetes, por expertos que han seguido las mismas consignas ideológicas que han trastocado todo el sistema institucional boliviano. Como era de prever, la educación también tenía que correr el mismo destino de esta racha “revolucionaria” que no consigue dar con los resultados esperados o al menos, los prometidos.
¿Qué esperanzas puede tener la educación boliviana en este contexto? Es probable que todo sea parte de un maquillaje equiparable al que ha sufrido la reforma judicial introducida por el Estado Plurinacional. Cambian las formas, pero no se avizora una reestructuración que ataque los problemas de fondo.
¿Qué puede lograr un niño con los nuevos contenidos, si no dispone de un colegio que le asegure las mínimas condiciones para pasar clases decentemente? Y si existe el edificio, fallan los profesores, mal remunerados, desmotivados y sin la suficiente preparación que les brinde a los niños una adecuada inserción en la sociedad de la información y el conocimiento. Las necesidades más grandes de la educación boliviana son precisamente, la regularidad y la normalidad, aspectos imposibles de lograr cuando las autoridades llamadas a supervisar la formación de los niños, están inmersas en la politización que promueve la mediocridad y la informalidad que va en detrimento de los sectores más humildes, condenados a sufrir suspensiones, docentes sin compromiso ni vocación y todo un esquema perverso que se traduce en una carga horaria exigua en relación a la que reciben los estudiantes de colegios privados o los que están en régimen de convenio con la Iglesia católica.
Mientras no cambien estos aspectos, es difícil pensar que Bolivia puede llevar adelante una revolución educativa que ha conseguido grandes transformaciones en países que superaron grandes barreras sociales gracias a la educación. Aquellas naciones cambiaron radicalmente la pirámide presupuestaria. No es con discursos como se hacen los cambios, sino con una correcta asignación de recursos y eso en el país, con los anteriores gobiernos y con el actual, está muy lejos de conseguirse.
Nuestros gobernantes no conocen todavía el impacto socioeconómico que puede tener el conseguir, por ejemplo, que todos, o al menos casi todos nuestros niños terminen la primaria, que culminen este ciclo sabiendo leer y escribir correctamente y que dominen las cuatro operaciones aritméticas. Lograr esto ya sería una gran revolución.
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