domingo, 5 de febrero de 2012

Un Estado sin leyes

Tarde o temprano, la carretera por el Tipnis se va a construir. En unas décadas no quedará ni rastro del parque Isiboro Sécure ya sea por el impacto de la ruta, por la acción de los cocaleros, de los narcotraficantes o por el apetito de los piratas madereros. No es pesimismo, es la realidad en este país, que parece condenado a vivir como un "volantín", sin cola, sin rumbo, sin estabilidad, sin un objetivo común.

El presagio surge del comentario del vicepresidente García Linera, el gran intelectual del "proceso de cambio". Le preguntaron si aquello de aprobar una ley y cambiarla mañana no es poner en tela de juicio la imagen del Estado y él contestó que no existe ningún problema en eso, porque no es lo mismo que cuidar la reputación de una reina de belleza.

Para el vicepresidente, las leyes se pueden redactar hoy y cambiarlas cuando la realidad social así lo indique, no importa si entre ambos procesos no han pasado más que dos meses o algunos días, como sucedió con el fallido gasolinazo navideño,   que murió antes de que llegue el nuevo año. García Linera bien puede argumentar que se trata de una visión marxista de la realidad, pero nadie puede admitir, ni siquiera los que proponían la "Revolución Permanente", que la dialéctica se mueva a tanta velocidad.

Las leyes, ya sea en un contexto marxista o liberal, constituyen un producto fundamental de la civilización. Y no se trata de que sean fórmulas pétreas, pero sí es imprescindible que sean estables, previsibles y que no estén sujetas a cualquier ventarrón ideológico, al capricho de un sector o a las elucubraciones de algún sofista que se regodea con poder.

Un Estado que aprueba leyes para favorecer a los contrabandistas, que de un día para otro se levanta con impulsos nacionalizadores para beneficiar a los violadores de la propiedad privada, que firma y luego borra, que aprueba una constitución y que a los pocos años reniega de ella, no puede estar condenado más que al eterno fracaso. El vicepresidente habla de cambiar las leyes en función de una correcta lectura de la realidad social, pero en Bolivia, ese fenómeno, además de vertiginoso, es el resultado de una conducción errática, sin norte, enmarañada en conceptos y cuya única relación con el entorno tiene que ver con intereses de los grupos que controlan el poder y a quienes no les interesa en lo más mínimo el futuro del país.

Ninguna nación puede aspirar a la prosperidad y al bienestar de su gente con leyes que pueden cambiarse de un momento a otro. En Bolivia cada Gobierno ha querido "inventar la pólvora", han cambiado la Constitución en numerosas ocasiones y hasta el Estado, el nombre del país y sus símbolos, han sido modificados. Nadie puede construir nada en una situación así, en contante reforma, entre marchas y contramarchas, en medio de un laberinto creado por políticos inmaduros, ególatras y soberbios. Bolivia redactó una Carta Magna que pudo haber metido al país en una nueva generación legislativa y ponerse a la vanguardia en el mundo, pero al final se impuso el paradigma presidencial que ordena "meterle nomás aunque sea ilegal...". Eso está bien para un lapsus presidencial, de los tantos a los que nos tiene acostumbrados, pero viniendo de un hombre tan ilustrado como el vicepresidente es como para preocuparse.

La gente sabe que Bolivia es así y conoce perfectamente a los políticos, capaces de hacer cualquier cosa para mantenerse en el poder. Y mientras las cosas permanezcan de esa manera, la población o al menos los más "vivos" tratarán de sacar siempre la mejor tajada de esta torta carnavalera. El resto, los pobres, los ilusos y los ingenuos, que son la gran mayoría, seguirá  soñando con el cambio.

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