Cada vez veo más jóvenes con los ojos clavados al teléfono celular,
chateando o jugando. Lo hacen en todos lados, en clase, en el cine,
cuando se sientan a la mesa, supuestamente a comer o a conversar.
Pareciera que cualquier cosa que pasa por ese pequeño aparatito es más
importante que todo lo que deberían estar haciendo con cierta dosis de
concentración.
Leo en las noticias sobre tecnología que cada día surge una nueva
“aplicación” para el celular y con toda seguridad no nos alcanzará la
vida para manejarlas todas. En el supuesto caso de que lográramos el
pleno dominio de todas esas “ñañacas”, ese día nos daremos cuenta de
la cantidad de experiencias, de información y de vivencias que nos
perdimos por tantas horas invertidas en aplicaciones que al final no
vamos a tener el tiempo de utilizar.
Lo de las aplicaciones no es nada nuevo. Los pilotos de los grandes
aviones saben manejar una infinidad de ellas, que están precisamente
instaladas frente a sus ojos en el tablero de comandos. Cientos de
lucecitas, agujas, visores y artefactos, cada uno dedicado a controlar
una parte específica del avión. Un día le preguntaron a un piloto si
observaba cada una de esas “aplicaciones” en todos los vuelos.
Respondió que no, porque es prácticamente imposible y que sólo ponía
atención a aquellas que le mostraban que algo andaba mal, ya sea con
un parpadeo o con algún sonido particular. “Yo me dedico a hacer lo
que sé, que es volar y dejo que los instrumentos hagan su trabajo”,
comentó.
Dejarse controlar por meras herramientas es, sin duda alguna, el peor
error que pueden cometer nuestros jóvenes. Se están perdiendo la
oportunidad de volar, de crear y aplicarse a los asuntos que les van a
asegurar el crecimiento. Lo normal sería usar las herramientas y no al
revés.
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