La nacionalización parece haberse convertido en una más de las
extravagancias bolivianas, algo así como un acto reflejo, un trámite
burocrático que se cumple cada Primero de Mayo, sin importar las
consecuencias.
Hace un par de años, justo después de que se decretó la nacionalización
de las plantas generadoras de electricidad, se iniciaron los apagones y
los racionamientos de energía en el país producto de las acciones
negligentes de funcionarios que se hicieron cargo de las empresas
estratégicas, lo que delata un alto grado de improvisación en el proceso
nacionalizador. El presidente Morales tuvo que reconocer más tarde que
sus subalternos le mienten, pero en todo caso, nadie parece indicar el
plan maestro que el Estado ha trazado a la hora de remplazar los
capitales y la administración de las compañías privadas.
Desde hace cinco años, miles de hogares bolivianos tienen listas las
conexiones de gas esperando el fluido. Decenas de industrias, entre
ellas nada menos que la Jindal que impulsa los yacimientos del Mutún, se
encuentran prácticamente paralizadas por la carencia de gas, cuyo
destino prioritario es la exportación.
En estos seis años, el Gobierno ha tenido suficientes evidencias de que
una industria como la hidrocarburífera no puede prosperar y más bien
está condenada al fracaso si no existen los suficientes incentivos a la
inversión extranjera. El campo energético es un sector altamente
riesgoso que necesita cantidades exorbitantes de dinero que jamás
llegarán al país en las condiciones que se han estado dando últimamente.
Ahora las autoridades saben que de no haberse cambiado las reglas del
juego y de no aplicarse los incentivos necesarios a la inversión, la
compañía española Repsol no habría hecho las cuantiosas inversiones que
han servido para reactivar el campo Margarita, duplicar la producción y
salvar el contrato de exportación de gas a la Argentina que estaba bajo
amenaza de una nueva postergación. En lugar del “gasolinazo” que se
intentó aplicar a finales del 2010, el Gobierno ha decidido otorgar
estímulos a las compañías, lo que automáticamente podría traducirse en
un aumento también de la producción de líquidos, cuya importación ha
estado causando un grave sangrado a las arcas estatales.
Por eso es que resulta altamente disonante que justo cuando la triste
realidad de las nacionalizadas, el pragmatismo y los malos resultados
logrados por YPFB estaban comenzando a cambiar la historia de la
confiabilidad boliviana que se extiende a todos los campos (en la
minería es lamentable la situación) se apela a otro acto de
patrioterismo que no parece tener más efecto que el espectáculo. Pero si
hablamos de las consecuencias el destino puede ser similar a lo
ocurrido con las generadoras de electricidad.
Si en el área de los hidrocarburos no se ha producido una catástrofe es
porque Bolivia sigue manteniendo importantes mercados de exportaciones
con los que tiene que cumplir y en los que están comprometidos
precisamente las empresas Repsol y Petrobras, cuyas inversiones han
estado asegurando niveles mínimos que evitan el colapso. Pero en el
rubro eléctrico, poco atractivo para las inversiones extranjeras, con un
mercado reducido y ávido de subsidios, la acción del Estado puede ser
insuficiente, mucho más si la ineficiencia y la falta de proyectos
claros vuelven a hacerse presentes.
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