En el 2008, después del estrepitoso fracaso del proceso constituyente, que malparió una Constitución que no le sirve ni siquiera al oficialismo, el régimen del MAS decidió que la única alternativa era conducir a la fuerza “su revolución” o lo que se quiera llamar a esa masa deforme llamada “proceso de cambio”, que supuestamente tenía un gran consenso, ratificado varias veces en las urnas. Eso es lo malo de depositar toda la confianza en el poder de las urnas y creer que la democracia comienza y termina en el acto de votar.
En lugar de construir consensos y aportar al crecimiento de la democracia, que ya había dado algunos pasos en los últimos 25 años, el MAS puso en marcha su gigantesco aparato policial, militar, mediático y judicial para ejecutar una sistemática política de persecución que ha provocado casi 60 muertos, cientos de personas exiliadas, miles de procesos judiciales y decenas de presos políticos, entre los que se encuentra el exprefecto de Pando y excandidato a vicepresidente, Leopoldo Fernández.
Dentro de la lógica maquiavélica y el concepto guerrero con el que maneja la política el Gobierno, no hay duda que ha ganado mucho con la estrategia de la persecución y en primer lugar, se encuentra naturalmente, el hecho de haber conseguido mantenerse en el poder, único objetivo que parece haber cumplido el proceso de cambio, cuya meta más publicitada era la de mejorar el nivel de vida de la gente.
Gracias a la persecución, el MAS sepultó el proceso autonómico, la amenaza más visible del proyecto totalitarista e hipercentralista que se puso en marcha el 2006; la persecución obligó huir a muchos opositores, terminó de desbaratar la vieja oposición partidaria y también a la que había surgido en las regiones; la persecución ha impedido la rearticulación de la disidencia, ha evitado el surgimiento de un proyecto alternativo al oficialista, ha expandido los dominios hegemónicos hacia territorios hostiles y ha conseguido amedrentar a los actores económicos para subordinarlos a las directrices del régimen, no siempre racionales y bien intencionadas.
Pero el MAS ha perdido y mucho, con la persecución. El derroche de poder lo ha llevado al descontrol. Sin equilibrio, cualquier régimen se sumerge en la decadencia, en el abuso y la corrupción. El despotismo siempre halla resistencia en cualquier marco humano, mucho más en Bolivia, cuya historia está llena de ejemplos de rechazo a cualquier intento por consolidar regímenes tiránicos.
El MAS ha conseguido derrotar a las élites de la “Media Luna”, pero no ha logrado la aceptación de la gente. Todavía sigue recibiendo golpes de urna en Sucre y en La Paz, donde se localizaba el mayor capital político del oficialismo, la animadversión hacia las actitudes persecutorias del régimen son cada vez más evidentes.
La persecución ha sido uno de los factores que más ha erosionado la popularidad interna del presidente Morales y ha minado casi por completo su imagen internacional. Su falta de respuestas concretas en dirección a conseguir el tan mentado “vivir bien”, le ha ocasionado problemas en sus propias bases y la única respuesta a mano del Gobierno ha sido la persecución. Antes se perseguía a los cambas, a los blancos y a los oligarcas. Ahora también lo hacen con los indígenas. Por la persecución la justicia se ha enajenado por completo en el país y la política se ha vuelto más sucia que antes. El Gobierno debería analizar a fondo si le conviene o no seguir con esta estrategia.
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