Una de las historias más impresionantes que he leído últimamente es la
de Ryan Hreljac un niño canadiense que se conmovió tanto con la
situación de África, que con sólo seis años inició una campaña para
favorecer a los pueblos sin agua de Uganda, Angola y otros países.
La motivación partió de su maestra, quien les contó a sus estudiantes
que en África sufrían penurias por no tener 200 dólares para perforar
un pozo de agua. El chico movilizó a sus amigos, a su familia y
vecinos y en poco tiempo pudo reunir el dinero para su primer pozo.
Ahora tiene 18 años y a través de su propia fundación ha conseguido
beneficiar a 400 comunidades africanas donde viven unas 500 mil
personas.
Pienso en la maestra de ese niño y en el poder que tienen ella y todos
los maestros para conseguir que haya muchos más Ryans en el mundo.
Docentes que no se pongan límites, que no se fijen en las barreras que
tienen los niños, la educación y los colegios y que puedan impulsar su
tarea “hasta las últimas consecuencias”.
En Bolivia, por ejemplo, luchamos contra muchos enemigos a los que
sólo se los puede derrotar con actitudes como las que puso en práctica
la maestra de Ryan. Educar a un niño es la mejor arma que podemos
encontrar contra el dengue, contra la malnutrición, contra la
destrucción del medio ambiente y la violencia.
Está demostrado que los viejos somos más duros de roer. Eso lo prueba
la escasa colaboración ciudadana en temas como la limpieza y el orden,
que a su vez son causa de las epidemias que cada año causan muerte y
dolor en la población. Y aun así no aprendemos. Hay que cambiar de
estrategia y pensar en los niños como armas “revolucionarias” del
presente. Ellos son tozudos, intransigentes e insobornables. Ellos nos
pueden demostrar lo que significa ir “hasta las últimas
consecuencias”.
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