Más allá de los puños levantados, los sombreros, los ponchos y todo ese colorido marco de aguayos y humaredas que suelen acompañar a la parafernalia masista cabe la pregunta de fondo ¿podrá cambiar la justicia en Bolivia?
No estamos hablando de la burda manipulación que propició el oficialismo en la elección de las autoridades que fueron posesionadas el martes, tampoco nos referimos al “Anulazo” del 16 de octubre, ni a la politización –que siempre la hubo-, sino a las posibilidades reales de dar un vuelco significativo a la administración de justicia en el país, para conseguir subsanar o por lo menos paliar los grandes males que aquejan al país en este ámbito, es decir, la retardación, la impunidad, la falta de acceso a los tribunales, los altos costos, la corrupción, la politización, etc.
El presidente Morales decía el martes, a tiempo de posesionar a las nuevas autoridades del Órgano Judicial, que no necesita que lo defiendan de ningún hecho criminal. Eso es muy cierto, sobre todo después de que el fiscal general del Estado, Mario Uribe, decidió, horas antes, archivar las denuncias contra el primer mandatario y el vicepresidente García Linera por la salvaje represión a los indígenas del Tipnis. El jefe de Estado es heredero de una tradición política caracterizada por la impunidad y la connivencia, elementos que él pretende institucionalizar a favor de un régimen hegemónico que busca perpetuar en Bolivia. Todos los presidentes bolivianos han aspirado a salir impunes de sus actos y muchos lo han conseguido, pero es la primera vez en el país que se da una experiencia destinada a “perfeccionar” los mecanismos de consolidación de una autocracia que esté más allá de las normas, a la cabeza de un caudillo que no necesita defensores, porque él es al mismo tiempo la ley, el tribunal y el verdugo.
Mientras en Bolivia no haya una clase dirigente que esté dispuesta a cumplir y hacer cumplir las leyes y una ciudadanía consciente de que esta es la mejor vía para alcanzar la verdadera justicia y la prosperidad, no existe la manera de pensar en un cambio real. Los dueños del poder quieren volverse inalcanzables y precisamente ofrecen esa misma coraza a todo aquel que los apoya. La gente los busca porque quiere precisamente gozar, por lo menos en algo, de ese manto de impunidad, y reconozcamos, sin temor a equivocarnos, que el régimen del MAS ha sido el más efectivo en el cuoteo de la impunidad, lo que explica el amplio florecimiento de sectores ilegales y cuando menos, informales. Esa es su lógica de reproducción del poder y en ese contexto es impensable un cambio en la justicia boliviana.
Desde un punto de vista operativo y fáctico también es imposible pensar en un cambio y precisamente las reformas en la justicia que ha introducido el MAS están orientadas a que se perpetúe la retardación y la inaccesibilidad. Las nuevas autoridades son herederas de una tremenda bola de nieve compuesta por más de 12 mil causas que deben resolver de manera casi inmediata, labor que resulta imposible obviamente. La justicia boliviana, la vieja y la nueva, tiene cárceles repletas de reos sin sentencia, un presupuesto insuficiente, infraestructura precaria en muchos casos e inexistente en las provincias, todos problemas que no han sido atacados en lo más mínimo por el “proceso de cambio”, porque no le interesa en primer lugar y porque no le conviene, por supuesto. A un régimen como el del MAS le resulta ideal una justicia débil, enmarañada en sus papeles y en su infinita retardación.
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