El presidente venezolano Hugo Chávez hacía todo el fin de semana por llegar lo más cerca posible a las inmensas llamaradas que consumían los depósitos de combustible de la refinería de Amuay, la mayor del país y donde murieron más de 40 personas el sábado por la madrugada. El hombre estaba desesperado por hacer algo y que lo registren las cámaras y solo los ruegos de sus colaboradores impidieron que el líder bolivariano adopte una actitud que rayaba en el suicidio.
No era para menos. Días antes, los obreros de una metalúrgica lo habían abucheado en el estado de Bolívar, tras acusarlo de causar el colapso de las industrias del hierro, acero, carbón, aluminio y la electricidad. Hoy, el mandatario tiene que enfrentar las duras críticas por la explosión, que a juzgar por los opositores y por los propios obreros, tiene que ver con el descuido, la mala gestión, la falta de seguridad y la caída de la competitividad de la empresa que aporta con más del 90 por ciento de los ingresos del país y que ha servido para costear el monstruoso proyecto expansionista de Chávez en América Latina, mientras la mayor parte de la población se mantiene sumida en la pobreza y las amenazas de la criminalidad.
La dudosa enfermedad y su milagrosa recuperación no le han servido a Hugo Chávez para salir del pozo en el que cayó su gestión y que le ha dado varios reveses electorales en los últimos cinco años. Las encuestas previas a las elecciones del próximo 7 de octubre ofrecen un panorama nada alentador para el oficialista, mientras que la figura del candidato opositor, Henrique Capriles Radonski, avanza como una aplanadora con una fuerte tendencia a conseguir una victoria.
Hace una semana, antes de la tragedia de Amuay, el exmilitar golpista por primera vez hacía un reconocimiento implícito de las posibilidades de una derrota en las urnas, al pronosticar que si gana su adversario habrá una guerra civil en Venezuela. El verdadero riesgo ahora es que la tragedia de PDVSA desate un malestar tan grande en la ciudadanía, que la rebelión podría producirse en contra de Chávez si es que se resistiera a admitir el designio de las urnas, como lo ha hecho en varias ocasiones.
Otro líder latinoamericano que está contra las cuerdas es Lula da Silva, quien acaba de confirmar que no será candidato para las elecciones 2014, espacio que ha decidido cederle a su sucesora Dilma Rousseff, quien, sin mucha pompa ni discurso, está llevando adelante una gestión mucho más prolija que su mentor. Lo que más ha pesado en su decisión, sin embargo, ha sido el famoso escándalo del “Mensalao” que ha derivado en lo que denominan en Brasil como “el juicio del siglo” y que amenaza con salpicar al expresidente. El caso tiene que ver con una gigantesca red de sobornos que se creó durante el mandato de Lula, cuya imagen se va ensombreciendo a medida que se descubren hechos de corrupción que, como sabemos, han pasado nuestras fronteras y pretenden atravesar el Tipnis.
Ante esta situación, no cabe duda que la gavilla populista de América Latina se está quedando sin sus tutores. Eso explica, en parte, el ascenso de la figura del ecuatoriano Rafael Correa, a quien el conflicto por el australiano Julian Assange le vino de perilla para desplegar por todo el planeta sus dotes histriónicos, algo que no puede pasar de la simple pose, ya que carece de la talla y los dólares de Lula y Chávez. Mientras tanto, en Bolivia ya comienzan a notarse las consecuencias de cierto estado de orfandad.
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