Sacar a Bolivia de la pobreza en los próximos trece años suena a un milagro, una misión imposible si es que el país no cambia de rumbo. Y no hablamos del sentido trazado el “proceso de cambio”, sino del camino que adoptó mucho antes del nacimiento de la república en 1825, es decir, un modelo marcado por la explotación de los recursos naturales para su exportación sin valor agregado, que ha dado como resultado una sociedad rentista, de baja productividad y de bajísimo crecimiento.
Los milagros existen, pero no suceden de la noche a la mañana y tampoco se pueden conseguir si es que se “reza a los santos equivocados”. En Chile, por ejemplo, el milagro del que tanto se habla y que ha dado como resultado un país que se codea con los grandes del mundo y que ha superado grandes barreras sociales, comenzó en los años 50, con una generación de economistas que logró a incidir en la clase política, siempre proclive a aplicar recetas populistas. Aquella camada de pensadores se multiplicó por la influencia de la Escuela de Chicago, hasta que en los años 70 y 80, cuando América Latina se debatía en medio de viejas recetas y renovados desastres, Chile despegó de manera vertiginosa y ha podido remontar cambios políticos, crisis internacionales y otros avatares que han condenado a la inestabilidad a varios de sus vecinos.
La misma receta fue aplicada por Perú en los últimos 15 años y por Brasil en el mismo periodo y obviamente, con la experiencia ajena, el milagro ha llegado mucho más rápido. En los próximos años se escucharán de otros milagros en el continente, en lugares que nadie pudiera sospechar como República Dominicana y El Salvador que ya están dando muestras de que es posible conseguir buenos resultados experimentando cambios reales, que apuntan a la libertad económica, la institucionalidad democrática, la modernización de la justicia y la aplicación de leyes que garanticen la apertura económica y la inversión privada.
Es el mismo fenómeno que se produjo en Asia desde que Corea consiguió su milagro. Luego vendrían Singapur, China, Vietnam y ahora Tailandia. En Europa los milagros llegaron incluso a viejas tierras ateas como Lituania, Estonia, Polonia y por supuesto, a la creyente Irlanda.
En ninguno de esos países han demorado más de dos décadas en lograr avances significativos e insistimos, en ninguno, la receta ha sido nada parecido al estatismo, la nacionalización o el intervencionismo estatal para regular precios y acorralar a las inversiones privadas.
Pero así como los milagros existen, los desastres también, aunque afortunadamente son menos. Zimbabue, una pequeña nación africana que había sido modelo de desarrollo, de autosuficiencia y prosperidad, se convirtió en un infierno hiperinflacionario, con más del 80 por ciento de desempleo y una tasa de mortalidad infantil que asusta a los propios africanos. El autor de semejante desbarajuste ha sido Robert Mugabe, un hombre que conquistó la independencia del país en 1980 y que en lugar de profundizar los logros económicos y sociales, construyó un gobierno autoritario, abusivo, invasivo. Antes, Zimbabue exportaba alimentos y hoy figura en la lista de la ONU para recibir donaciones y evitar hambrunas. Lamentablemente este camino nos parece más familiar al que estamos experimentando en Bolivia.
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