No se preocupen no voy cantar, eso lo hace mejor Diego Torres. Voy a
hablar de los Juegos Olímpicos, como no podía ser de otra manera,
contagiado por el espíritu deportivo que irradia desde Londres.
Los Juegos Olímpicos tuvieron su origen en el Siglo VIII antes de
Cristo y en 1896 se instauraron las olimpiadas modernas que se
celebran hasta la actualidad, casi sin interrupciones. Si tuviéramos
que calcular la cantidad de atletas, el inmenso número de récords que
se han batido y los litros de “sangre, sudor y lágrimas” que se han
dejado en los campos deportivos, no acabaríamos jamás.
Por poner un ejemplo, la prueba de los 100 metros planos, la más
antigua de todas, la más famosa, una de las más exigentes y más
rápidas, ha tenido una tremenda evolución desde que se corrió por
primera vez en “Atenas 1896”. En esa ocasión, el campeón olímpico Tom
Burke (EEUU), obtuvo la medalla de oro con un tiempo de 12 segundos,
es decir 2,31 segundos más que el actual recordista jamaiquino, Usain
Bolt, con un tiempo de 9,61. Esa diferencia es una enormidad si
tomamos en cuenta los números absolutos, pues significa un 20 por
ciento de mejoría y en velocidad constante, es subir de 29,9 a 37,1
km/h.
En la parte física, es obvio que tanto Burke como Bolt tenían la misma
cantidad de huesos y músculos y debemos pensar también que ambos
entrenaron duro y dieron lo mejor de sí. Hay algunos aspectos como la
tecnología, las zapatillas y “tuticuantis” que también influyen pero
no son determinantes. ¿Qué ha sido entonces lo que ha provocado tanta
evolución en tan poco tiempo? La actitud mental de los deportistas y
el hecho de “saber que se puede”. Si no fuera por esto, se acabarían
los juegos olímpicos, porque no habría más récords qué batir.
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