El colibrí es una de las aves más
pequeñas del mundo. Mide seis centímetros y apenas pesa 20 gramos, menos
que una cucharada de azúcar. En esa miniatura, la naturaleza ha sido
capaz de poner en práctica la ingeniería de vuelo más sofisticada que se
puede imaginar. Los colibríes pueden batir sus alas 70 veces por
segundo. Gracias a un movimiento único y muy complicado, pueden volar
hacia atrás y mantenerse inmóviles en el aire para permitir que su
finísima lengua pueda llegar hasta el fondo de las flores y extraer el
néctar.
El colibrí casi no duerme, se la pasa
volando todo el tiempo y puede consumir su propio peso en néctar todos
los días. Solo una sobredosis de glucosa como le asegura una actividad
muscular tan compleja e intensa. Desde el punto de vista del
“costo-beneficio” inmediatista con el que estamos acostumbrados a medir
las cosas los mortales, el colibrí es, sin embargo, un monumento a la
“ineficiencia”, pues dedica demasiado esfuerzo y recursos para conseguir
su comida. Pero las leyes del colibrí son muy distintas. Como se sabe,
este pajarito y casi todos los insectos, son los responsables de que el
mundo no se convierta en un desierto, pues se encargan de la
reproducción de las plantas. Y todo lo hacen gratis o cuando mucho
siempre terminan “tas a tas”.
En realidad todo en la naturaleza es
gratis. Algunos economistas han llegado a medir la rentabilidad que nos
ofrece cada día la biodiversidad y no alcanzaría la plata del mundo para
compensarla. Ni siquiera es suficiente para pagarles a todos los
colibríes que andan volando por todos lados, ofreciendo un servicio
invalorable. Apuesto a que no sabías el inmenso valor que había tenido
lo gratuito. Es muy distinto a lo que siempre nos han enseñado.
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