jueves, 19 de mayo de 2011

Falla la "otra economía"


Algunas cosas demasiado raras están pasando en Bolivia. Los indígenas que habitan el Parque Isiboro-Sécure se oponen a la construcción de la carretera de 306 kilómetros que podría unir el Chapare con la población beniana de San Ignacio de Moxos. Por otro lado, dirigentes campesinos del Norte de La Paz y también del Beni, han manifestado su enérgico rechazo a la apertura de un camino y varios puentes entre las localidades de San Buenaventura e Ixiamas, hecho que ha motivado la queja del presidente Morales, quien ha llegado a acusar de chantajistas a los originarios del oriente boliviano, por oponerse a las ventajas del progreso.

Ambas posturas se escudan en la preservación de una importante porción de selva tropical; sin embargo, todo indica que detrás de todo existe una razón aparentemente moral, pero que en realidad es económica. Los nativos del parque Isiboro-Sécure fueron los mismos que hace un par de semanas incendiaron 40 viviendas de productores cocaleros que habían trasladado sus actividades a esa reserva natural y cuando rechazan la apertura de la ruta asfaltada es porque no están de acuerdo con la expansión de la economía conformada por el binomio coca-cocaína. De hecho, el ex candidato a presidente de Brasil, José Serra bautizó a la carretera en cuestión como la “autopista de la droga”, porque permitirá unir al Chapare con el Beni y Pando, donde se han establecido importantes vías de exportación de cocaína, no sólo a territorio brasileño, sino también a Venezuela.

En el otro caso, el del Norte de La Paz y otras zonas del Beni, constituye obviamente, el medio de expansión de la zona cocalera de los Yungas, donde las tierras, además de estar saturadas por las plantaciones de coca, están dando señales claras de agotamiento.

¿Qué es lo que en realidad rechazan esas comunidades indígenas que se han ganado el rótulo de chantajistas nada menos que del Primer Mandatario? Ninguno de los dos grupos desea integrarse a la cada vez más numerosa lista de “narco-comunidades” que existen en varias zonas del país y que han generado una suerte de saturación de un mercado que tiende a achicarse. Como se sabe, las rutas que introducían cocaína hacia Brasil prácticamente se han cerrado gracias a la acción decidida de las nuevas autoridades de ese país en alianza con la DEA. Lo mismo se puede decir de Chile, que a través de la captura del general Sanabria brindó un mensaje bien claro a los narcotraficantes bolivianos y finalmente está Argentina, donde están hastiados de la droga “made in Bolivia”, al punto que la presidenta ha amenazado con cortar incluso las importaciones de coca para el acullico.

Los indígenas no se oponen ni a Evo ni a las carreteras, sino que están preservando su economía que lógicamente la van a dirigir a la producción de alimentos, un rubro que sí tiene futuro en Bolivia. Y sin duda lo harán antes de que los nuevos cocaleros peguen el viaje de vuelta hacia el maíz, el café o las naranjas, cuyos precios tienden a aumentar.

El circuito coca-cocaína siempre ha sido gravitante en la economía boliviana, pero últimamente parece haber llegado a un extremo que convierte en poco atractiva a esta actividad. En 1987, en pleno auge del narcotráfico, alrededor de 700 mil personas vivían de este rubro ya sea directamente o en forma indirecta. Según algunos cálculos, esa cifra se ha multiplicado por tres en los últimos años, gracias a un efecto de socialización. Y naturalmente, cuando una veta comercial se satura, la reacción mecánica del mercado es la búsqueda de otras opciones. Para el Estado Plurinacional esto también representa un problema ya que la economía formal, que adolece de graves problemas, podría estar quedándose sin blindaje.

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