miércoles, 20 de junio de 2012

El suicidio del Estado

¿De qué vamos a vivir? La pregunta surgió desde lo más alto del poder cuando los grupos sociales, especialmente los indígenas del oriente, comenzaron a exigir su derecho a decidir sobre los recursos naturales, medio de vida y de subsistencia del Estado epulón y centralista de Bolivia que maneja el 85 por ciento de los recursos del país y que siempre ha tratado como patio trasero a todo lo que no se encuentre alrededor de la plaza Murillo. Que digan los yungueños, los alteños y los habitantes de Achacachi si es que también son pobres por culpa de los gamonales de Santa Cruz, como maliciosamente se dice de los benianos.

Todo el pueblo boliviano es dependiente a ultranza de los recursos naturales, especialmente de las riquezas que se explotan y se consumen sin que nadie haya sembrado nada. Pero el Estado lo es mucho más, ya que la informalidad, que no paga impuestos pero que da de comer al 70 por ciento de los bolivianos, no deja de ser la salida que ha encontrado el ciudadano común para paliar precisamente la ausencia de Estado. La industrialización de las materias primas es una quimera, puesto que, o se invierte o se gobierna, lo que en Bolivia significa alimentar profusamente el círculo clientelar del poder, que incluye –haya o no gastos reservados-, Fuerzas Armadas, sindicatos y cualquier grupo con capacidad de llevar gente a las calles y a las carreteras.

El Estado boliviano siempre ha estado en la encrucijada de manejar él mismo los recursos naturales para disponer con mayor holgura del dinerito o entregárselos a ciertos grupos muy poderosos que al final terminal manejando el Estado a su antojo, poniendo y sacando presidentes, nombrando ministros o empujando al país a la guerra, como sucedió en la contienda del Chaco. Para el Estado –que en Bolivia no es otra cosa que una casta burocrática-, esta alternativa siempre ha sido la mejor ya que la estatización siempre genera más bocas que alimentar y menos torta que repartir. En el primer caso se produce una cierta regularidad en los ingresos a través impuestos, rentas y regalías para sostener una institucionalidad rudimentaria que, con el avance de la democracia estaba comenzando a fortalecerse.

El Gobierno actual parece estar ensayando una tercera alternativa, nunca antes experimentada en Bolivia, pero sí en otros países, especialmente en algunas naciones africanas como Sierra Leona y Liberia, que se hicieron famosas por los “Diamantes de Sangre”. La ecuación es muy sencilla y está comenzando a funcionar a través de los cooperativistas mineros, que tienen mucha afinidad con el Gobierno porque se parecen mucho a los cocaleros y a los “chuteros”, a quienes se ha pedido oficialmente cooperación para la campaña electoral. Operan casi como mafias organizadas, mantienen una estrecha relación con el poder y tienen asegurado el mercado internacional, que no suele fijarse el origen de sus compras.

La decisión ha sido muy bien meditada y no parece tener marcha atrás, a pesar de que afuera del país se insiste que Bolivia es muy seguro para invertir y que se respetarán las concesiones mineras. Días después de que turbas de cooperativistas invadieron a dinamitazos la inmensa mina de Colquiri, provocando una guerra campal con los mineros asalariados, el Gobierno no ha dudado en sacar la cara por los primeros, definidos recientemente por un intelectual potosino como “una farsa, un engaño y una impostura, cuyo fin es el enriquecimiento de algunos en desmedro de muchos”. Para el régimen, los cooperativistas serán una parte fundamental de la economía nacional.  La pregunta “¿de qué vamos a vivir?” está resuelta en el contexto de un Estado que tiende a desaparecer, como sucedió en otro país africano: Somalia.

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