En Ramafa, el barrio donde me crié,
cuna de figuras del fútbol de la talla de Marco Etcheverry, la
muchachada se dividía en dos: los que sabían dominar la pelota y los
“buenos alumnos”, apodo que nos ponían a los “pataduras”, porque
supuestamente andábamos metidos en los cuadernos y las tareas y no
teníamos tiempo para andar en los potreros detrás del balón. Aún así,
cuando no alcanzaba para formar los equipos, los habilidosos del fútbol
nos metían en sus filas y la única indicación era: “no estorbés”.
Recuerdo que mi hermano mayor solía
darme una sola misión en cada juego: “marcalo a ese”, “no te salgás del
área”, “quedate adelante” y de pronto yo sentía que aportaba al equipo y
que por lo menos servía para estorbar a los rivales.
Así es en el
campo. Allá todo sirve y nada estorba. Hasta los opas son útiles y
terminan volviéndose “vivísimos” porque se les busca oficio, aunque sea
para los mandados, para vigilar la puerta y avisar quién sale y quién
entra. Hay uno para atender las gallinas, otro con fuerza bruta para las
tareas más pesadas y también los que no salen de la casa y se dedican a
lavar y planchar. La clave está en el que dirige el equipo y se
encarga de que nadie quede estorbando.
A veces, cuando estoy en las
rotondas, donde no hay el policía que guíe el tráfico, me doy cuenta que
muchos conductores son muy propensos a estorbar y se meten delante de
uno solo por el gusto de trancarle el paso. En el fondo hay una
mentalidad negativa y pesimista que está presente en la mayoría de los
bolivianos que no avanzamos y tampoco dejamos que lo haga el otro. Son
aquellos que ven “imposibles” a cada paso y se dedican a bloquear. Para
ellos, Albert Einstein tenía una frase: “Los que dicen que es imposible,
no deberían molestar a los que lo están haciendo”.
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