Mi hija se acaba de ir a un campamento de trabajo. Pasará nueve días
macheteando, cocinando, arreglando muebles, limpiando baños y acomodando
todo lo que haga falta en una comunidad muy pobre cercana a Santiago de
Chiquitos.
Es la forma que tienen los religiosos del colegio Marista de
hacerles pisar tierra a los chicos de la promoción, que normalmente
prefieren irse a Punta Cana o Cancún como viaje de despedida de la
secundaria. Las recomendaciones son muy estrictas: serán nueve días sin
celular, sin Facebook, sin hamburguesas, sin mamá ni papá. Y aunque
usted no lo crea, sin ositos de peluche, porque a los 17 años muchas
chicas todavía se comportan como bebés de pecho.
En la casa se estaban
volviendo insoportables las letanías dirigidas hacia la chica. Que
cuidado, que ojo, que precaución, que si las víboras, el agua, la
comida, el frío, los pies, la lluvia, la noche, el día. Los abuelos
rezando e implorando para que no le pase nada malo a la nena. La mamá
ahogada en pena porque se imagina una aventura al estilo Indiana Jones
para su pequeña, a la que considera incapaz de untarse un pan con
mantequilla.
En medio de todo surgen algunas reflexiones sesudas sobre
los adolescentes y su aburguesado estilo de ver la vida, convencidos de
que lo merecen todo y que sus padres son algo así como sus esclavos que
tienen la obligación de darles todo sin exigir nada a cambio, ni
siquiera buenas notas.
Obviamente yo también me sumé a toda esa andanada
de consejos y reflexiones que terminaron por aturdir a la chica. Antes
de que suba al bus que la llevaría a su destino, mi hija me puso cara de
hastío cuando le dije que le daría un último y único consejo que
superaría a todos los anteriores: “usá tu cabeza”.
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