El día de la llegada de los marchistas del Tipnis a La Paz, el presidente Morales no salió del Palacio Quemado como acostumbra hacerlo. La cara que le dejó el “anulazo” del domingo estaba impresentable y seguramente desentonaría con la impresionante demostración de solidaridad que le expresaron los paceños que, por lo general, odian las marchas, por el caos que ocasionan en la ciudad.
Los indignados del domingo, aquellos que votaron nulo en las elecciones judiciales, salieron a las calles a saludar, llorar, repartir palabras de cariño, regalar alimentos y ropa. Niños, amas de casa, mujeres de pollera, comerciantes, encorbatados y hombres humildes. Nunca antes se había visto una manifestación similar en el país. Fue muy emocionante e inspirador para toda la población, menos para el Gobierno, por supuesto, que durante todo el día no dejó de hacer incitaciones a la violencia y tratar de “meter los palos en la rueda” con sus aprestos represivos cerca de la Plaza Murillo. ¿Acaso no se convenció en estos 66 días que los indígenas marchistas son gente digna, pacífica y profundamente civilizada?
Los indígenas son como todos esos paceños, que afortunadamente sacaron la cara por un régimen que ha tratado de gestar el odio entre bolivianos, de incentivar el enfrentamiento y que ha convertido a La Paz en un campo de concentración; en el centro de operaciones para poner en marcha sus estrategias de persecución política. Los paceños le han perdido el miedo al autoritarismo del MAS, han sacado a relucir su don de gente, su inmensa vocación democrática y su espíritu libertario. Ojalá que todo eso se traduzca en una nueva manera de relacionarse entre el oriente y el occidente y sobre todo, en una nueva visión del país que hasta ahora ha estado concentrada excesivamente en lo andino, especialmente en lo paceño.
La manifestación ciudadana de ayer no solo ha sido un acto de reconciliación. La Paz se ofreció como regalo para saldar todas las humillaciones que han estado sufriendo muchos bolivianos en los últimos seis años. Cuánta soberbia pisoteada ayer, cuánta impostura amedrentada por el cariño espontáneo de la gente, que volvió a recobrar la conciencia de que todavía existe Bolivia, que aún no ha sido destruida por los que lucran con la división y los falsos resentimientos. Qué rencor puede tener alguien contra esos marchistas que defienden su territorio, que luchan por el aire de todos y que han sido los artífices del rencuentro nacional. La paliza que les propinaron los abusivos y aventureros en Yucumo fue más bien un garrotazo a la cabeza de todos los bolivianos, que han sabido despertar de la obnubilación que habían provocado los cantos del caudillo, que ahora no sabe qué rumbo tomar, porque los sopores que le causa la ira de ver truncados sus apetitos por el poder, no lo dejan pensar.
¿Qué debió hacer el Gobierno para recibir a los marchistas? Cualquiera con el menor sentido de la ubicuidad los hubiera esperado con una ley promulgada que reconoce la inviolabilidad del parque Isiboro-Sécure. Un presidente con ganas de seguir gobernando para todos y que verdaderamente cumple su palabra de obedecer al pueblo, se hubiera tragado su orgullo y hubiese salido al encuentro de los indígenas para pedirles perdón cara a cara, como lo hace todo hombre de bien, que busca el bien para todos. Cualquier otra reacción es buscar el crecimiento de los indignados en Bolivia. Decíamos que ya le perdieron el miedo al régimen, cuidado que le pierdan el respeto.
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