Volví después de muchos años a la misma parroquia a la que me llevaba
mi padre cuando era niño. Me di cuenta en un segundo que el templo
estaba tal como yo lo recordaba y me deleité con mis viejas
nostalgias. Todo iba muy bien hasta que comprobé que también tienen el
mismo sistema de sonido de hace varias décadas, lo que me hizo
recordar también aquel chiste tan repetido resumido en la frase: “no
se oye padre”. Enseguida pensé en la poca importancia que le dan
algunos a los decibeles, pese a que tienen tantas cosas buenas para
decir, mientras que otros, a los que uno preferiría no escuchar, son
los que mejor usan los parlantes y los amplificadores.
Menos mal que lo que fui yo a escuchar en ese templo no necesitaba de
micrófonos. Se trataba de la presentación del coro en el que participa
mi hija dirigido por una joven profesional de la música que ha logrado
resultados extraordinarios en muy poco tiempo. La directora tuvo el
tino además, de ir acompañada de varios compañeros de universidad y de
una profesora que nos dejaron pasmados a todos con la interpretación
de varias obras del canto lírico y otras pertenecientes a la cultura
popular. Un chico que apenas pasa de los 20 años hizo vibrar los
cristales con “O sole mío” y fue como ver a Pavarotti a diez metros de
distancia. ¡Qué placer!
Después de la presentación me acerqué a los jóvenes músicos para
felicitarlos y les confesé mi sorpresa, pues no sospechaba que
semejante talento anda rondando nuestra ciudad aturdida por la música
electrónica, la cumbia y el reguetón. Me dijeron que suelen actuar
para círculos muy pequeños, aunque no elitistas y que en realidad no
hacen mucha difusión. No pude evitar reprocharles esa actitud tan
retraída y les dije: “suban el volumen, chicos, suban el volumen”, que
lo bueno necesita hacer más ruido.
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