Lo del Tipnis resultó como todos habían pronosticado. Fue el fruto de varios años de soberbia, de exceso de confianza en el poder del presidente Morales y demasiado cálculo político que hasta hoy no le ha dado más que dolores de cabeza al proceso de cambio, cuya credibilidad y legitimidad se han ido al despeñadero. La salvaje represión de los indígenas no fue más que la materialización de más de un mes de violencia verbal y psicológica contra este grupo desprotegido que reclama un derecho reconocido internacionalmente y que está plasmado claramente en la Constitución Política del Estado.
Pasados los sopores causados por esa orgía de violencia del 25 de septiembre, el Gobierno ha decidido romper el espejo y, como de costumbre, buscar algún culpable que lo libre de la incómoda necesidad de encarar un proceso de reconducción. Son los periodistas los autores de la masacre, son ellos los que apalearon, amordazaron y maniataron a hombres y mujeres en Yucumo. El vicepresidente ya sabe quién dio la orden, pero no lo quiere decir y ahora resulta que los originarios de las tierras bajas no solo son aliados de la derecha y de la Embajada de Estados Unidos, sino que también son golpistas, que de paso pretenden boicotear las elecciones del 16 de octubre.
El Presidente pidió perdón y decidió paralizar la construcción del tramo II de la carretera Villa Tunari-San Ignacio. Parecía que esa sería la señal más clara de un cambio de actitud y que por lo menos abriría la posibilidad del diálogo y búsqueda de una solución definitiva. Sin embargo, todo fue una farsa. Ni dolor ni arrepentimiento. El Gobierno ha vuelto a las andadas con los indígenas que han decidido retomar la marcha rumbo a La Paz, exigiendo entrevistarse con el Primer Mandatario y pedirle respeto a las leyes y a un territorio ampliamente reconocido por la legislación. No solo han vuelto las acusaciones y las intrigas, sino también las contramarchas y maniobras destinadas a descalificarlos y amedrentarlos, algo que no pudieron conseguir en más de un mes de hostigamiento y que no han logrado ni con todo el palo que le aplicaron aquel fatídico domingo.
La actitud gubernamental no hace más que echar más sombras sobre los intereses que están detrás de la carretera, sobre un contrato que no aparece, sobre los costos de la obra y el historial de una empresa con muy malos antecedentes. El Gobierno confirma que quiere construir la ruta a su manera y sin dar lugar a ninguna modificación ni retroceso y en ese afán, no hay duda que está condenado a su destrucción final. Romper el espejo es cerrar la posibilidad a la búsqueda del entendimiento a seguir gobernando de espaldas a la población e insistir en la violencia como método fundamental de un cambio que no favorece más que a un grupo. Es obvio que el Gobierno quiere morir en su ley.
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