El otro día, en pleno segundo anillo, uno de esos jóvenes que se gana
la vida haciendo piruetas en los semáforos me pidió que lo llevara dos
rotondas más adelante. Le hice señas para que se subiera en la parte
trasera de la camioneta, pese a las reprimendas de mi “copilota” sobre
el peligro, la inseguridad y todo eso. No le hice caso y seguí mi
camino atento a las señales que me mandaba mi inusual pasajero a
través de la ventana. Con el dedo pulgar me indicó que debía bajarse y
al momento de despedirse me propinó un sonoro “Dios lo bendiga”.
Un día le plantearon al responsable de un faro si estaba consciente de
que las señales luminosas que enviaba servían tanto para los barcos
que llevan carga legal, como para los piratas que roban y secuestran.
“Mi responsabilidad es emitir señales que sirvan para salvar vidas”,
dijo el hombre, quien aclaró que a lo mejor un día, uno de esos
piratas también tendría la oportunidad de ofrecer alguna señal
positiva “y yo me sentiré satisfecho porque tal vez sea el reflejo de
las señales de mi faro”, explicó.
Yo no sé cuál será el destino de ese muchacho que vive en las calles
expuesto a las drogas y al delito, pero lo cierto es que me ofreció la
gran oportunidad de darle una señal de solidaridad, de confianza y
amabilidad que posiblemente le sirvan de algo. Esas señales que uno da
son como monedas, que no pierden su valor independientemente de quién
las toma. Claro que existe el riesgo de que alguien las malgaste, pero
no por ese pensamiento miope y mezquino voy a dejar de entregarlas, de
la misma manera que lo hace el faro en las costas peligrosas. ¿Y cuál
es la señal más barata que uno puede brindar, le pregunté una vez a
alguien? “Una sonrisa”, me contestó… y “además, te hace bien”.
Realmente inspirador
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